EL MIRADOR
La oposición arranca
SE HA echado en falta a la oposición estas últimas semanas. Desde que despegó formalmente la legislatura, el discurrir de la mayoría y del gobierno tenía como contraparte un espeso silencio que desatentaba los equilibrios internos del sistema. El congreso del PP cuando menos ha servido para solidificar de nuevo la opción popular en torno a Rajoy, tras un período de caos, desconcierto y crisis, nada extraño en una etapa precongresual compleja y agitada. En efecto, nuestros modelos democráticos son feliz y generosamente bipolares. La política se forma mediante la tesis y la antítesis, los hegelianos términos que, en el mejor de los casos, concluyen en la síntesis. A menudo prevalece la opinión inflexible de la mayoría, pero aún así, la influencia de la minoría resulta determinante, tanto porque crea opinión pública cuanto porque obliga a los gobiernos a reflexionar y los lleva a percatarse de otras opciones posibles. En definitiva, no hay peor noticia que la crisis de las minorías, que dejan al poder en una soledad autista y peligrosa. El discurso final de Rajoy del pasado domingo, muy opinable en ciertos aspectos, anunció con timbales y clarines el principio de una nueva etapa en la que el PP, renovado y eufórico, se dispone a desempeñar su papel. La pieza oratoria tuvo a este respecto dos partes diferenciadas: una primera fue de vapuleo inclemente al Gobierno por la crisis económica como si hubiera sido fruto de su mala gestión y sólo a él hubiera que reprochársela. Una segunda fue de mano tendida al Gobierno para alcanzar acuerdos tanto en la economía cuanto en la política antiterrorista y en aquellas cuestiones en que el consenso forma parte del núcleo constitucional y fortalece al Estado (política exterior, defensa, pensiones, inmigración en cierto modo, etc.). Lo cierto es que esta contradicción -demagogia junto a disponibilidad- resulta tan desconcertante como peligrosa. Porque es evidente que la conjunción de ambas actitudes no es fecunda. La oposición eficaz y constructiva debe basarse en la objetividad y en el sentido de la proporción, elementos que no caracterizaron precisamente al PP en la legislatura pasada. En caso contrario, es imposible cooperación alguna, y la política se convierte -como ya fue en el crispado período 2004-2008- en una cruenta lucha por el poder que irrita a la opinión pública, desacredita a sus actores, consume estérilmente energías y no favorece en absoluto el interés general. Rajoy ha ganado holgadamente el Congreso pero no ha integrado a los críticos, que, aunque son evidente minoría, cuentan con poderosos apoyos, entre ellos los de Aznar y Aguirre. Y no habría que descartar que el líder gallego, presionado por ellos, sienta la tentación del escabullirse del asedio por la vía de volcarse con extrema dureza contra el gobierno. Algo de esto hubo ya en el mencionado discurso, en el que recurrió hábilmente a la estratagema de crear un «enemigo exterior» que distraiga a los adversarios interiores. Entiéndaseme bien: no se propone que Rajoy sea blando con Zapatero, ni mucho menos que eluda las funciones de contradicción y control que la oposición debe ejercer puntualmente: de lo que se trata es de que esta oposición fuerte realice una labor estimulante, constructiva y por lo tanto útil.