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León

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LA DIRECCIÓN del Museo del Prado anunció ayer la posibilidad de que el conocido cuadro «El coloso» no sea de Goya, sino de su ayudante Juliá. Casi seguro. Están en ello. En el lienzo contemplamos a una población huir aterrorizada de un gigante, o al revés, o ambas cosas, pues el miedo es libre, y en esto resulta también difícil concretar si fue antes el huevo o la gallina. Los expertos ya proclaman que no es una obra tan buena como creemos los profanos, por lo que, al tiempo, terminará desapareciendo de exposiciones y libros, como ocurrió con aquel maravilloso «El hombre del casco», por error atribuido a Rembrandt. Le presagio mal futuro al gigante de óleo, que irá menguando en la apreciación erudita hasta quedar reducido a pariente lejano de los gnomos, en el cementerio de los eclipsados. Pobre coloso, ahora obra de artista menor. Cuánta injusticia. Un excelente Goya que no lo era, un Rembrandt que nunca lo fue aunque mereciese serlo¿ qué misteriosa es la verdad estética, y qué brumosos sus límites. Al menos, aún es posible afirmar que es gigante y no molino. Pobre Gulliver en Lilliput. El director adjunto de Conservación declaraba que seguirá expuesto porque «la gente lo quiere ver». Será para burlarse, suponemos nosotros, pues ha sido degradado a Copito de Nieve, a mero ogro de andar por casa, a quiero y no puedo del espanto expresionista. Independientemente de quien lo haya plasmado, era, es y será una inquietante alegoría de la guerra; aunque ya sin padre ilustre, pues, en un mundo de apariencias, la firma son los galones del cuadro. Después de tanto ejercer de cordillera viviente, nos lo reducen a montículo. Qué pena. Sin embargo, incluso para los colosos resulta cierta la vieja máxima: Nunca eres más grande que el día de tu caída.