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Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

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EL CONGRESO del PP constituyó sin duda un éxito personal de Mariano Rajoy; se deshizo de Aznar, quien con su intemperancia pasó a alojarse definitivamente en la hornacina de las reliquias; consiguió transmitir una sensación de moderación y disposición al diálogo que ha centrado al partido; y dejó en evidencia a los críticos, que lograron escasísima audiencia y ni siquiera lograron amagar con una candidatura alternativa de una mínima solvencia. Rajoy, sin embargo, no mostró interés alguno en integrar a los críticos en el núcleo de su partido. Juan Costa y Gabriel Elorriaga, otrora estrechos colaboradores han quedado fuera de la dirección popular. Costa había barajado la posibilidad de formar una candidatura alternativa y Elorriaga manifestó en un artículo su desconfianza hacia la capacidad de liderazgo de Rajoy. Pero sin duda la principal damnificada por el congreso fue Esperanza Aguirre, quien no sólo vio como su brazo derecho, Ignacio González, era excluido de la nueva ejecutiva mientras accedía al órgano de dirección el de Gallardón, el vicealcalde Cobo, sino que tuvo aceptar que Rajoy captase a dos de sus consejeros, Lamela y Prada. Gallardón se integra además en el selecto comité de dirección de Rajoy. Demasiado para Aguirre. La presidenta de la Comunidad de Madrid, que ya ha acumulado una brillante carrera política y que acaba de revalidar el cargo con una apoteósica mayoría absoluta, ha optado por dar el puñetazo sobre la mesa y ha destituido fulminantemente a Lamela y a Prada en una crisis de su consejo de gobierno que en teoría tiene por objeto reducir y simplificar el organigrama. El juego es evidentemente peligroso y Aguirre debería medir el alcance de su indignación. La presidenta de Madrid, aunque ostensiblemente crítica con la estrategia precongresual de Rajoy, no se animó a dar el paso de plantear su candidatura, que probablemente hubiese podido aglutinar a todas las heterogéneas disidencias que hay en el partido. Pero, consciente de que los principales barones territoriales no iban a apoyarla, decidió no arriesgarse y no plantar cara a quien, en tal coyuntura, tenía todas las de ganar. Pero ese dejar pasar la oportunidad debería obligarla ahora a resignarse, y a abstenerse por tanto de atizar el germen de la oposición interna. Al menos durante la primera etapa del mandato de Rajoy. Aguirre debe cuidarse, además, de quiénes son en lo sucesivo sus compañeros de viaje. Porque si, cediendo a una natural inercia, apoyase sus pretensiones en los medios de comunicación que otrora respaldaron al PP de Rajoy y ahora lo han abandonado abruptamente, la presidenta de Madrid podría formarse una imagen ingrata de «derecha extrema» que, además de injusta, la inhabilitaría para ulteriores intentos de liderar el partido. Se quiera reconocer o no, una vasta corriente de opinión, dentro y fuera del PP, ve con muy buenos ojos que Rajoy se haya desligado de aquellas ataduras mediáticas y haya recuperado así su autonomía. En definitiva, el concepto de democracia interna en el seno de los partidos es un concepto evidentemente vacío. Bien está que se active y que funcione. Pero Aguirre habrá de calibrar cuidadosamente la distancia que media entre la legítima discrepancia y el rupturismo abierto.

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