TRIBUNA
El patriotismo del dolor
DESDE LA PRIMERA reunión de la Conferencia de Paz de París, la diplomacia española se vio impotente para variar un ápice la estrategia norteamericana. Después de ajustar distintas cuestiones de carácter técnico y de redactar con cuidado los dos textos -en inglés y español- que darían igualmente fe del compromiso, el Tratado de Paz pudo ser firmado el el día 10 de diciembre de 1898. España renunciaba a todo derecho de soberanía y propiedad sobre la isla de Cuba, cede Puerto Rico y recibe la compensación de veinte millones de dólares a cambio de la cesión de Filipinas. España perdía así los últimos restos de su imperio en la marea del reparto colonial de fines siglo XIX. Aunque el regusto en la idea de la decadencia y degeneración de la raza en la agonía de la nación venía de lejos y no era privativo de España, fue a raíz del desastre cuando las imágenes de la muerte y desolación anegaron todo tipo de escritos. Los literatos huyendo metafóricamente de la ciudad, salieron al campo y no encontraron allí más que «pueblos opacos y sórdidos» y una raza doblada por la resignación, el dolor, la sumisión, la inercia ante los hechos, la idea abrumadora de la muerte. Tal era la psicología de la raza española, según la veía Azorín en el paso de un siglo a otro. Y de la misma manera la dibujaba Baroja en el Imparcial el 14 de octubre de 1901 cuando relata su viaje a Labraz, que le habían dicho que era una ciudad agonizante y moribunda y se encontró «un pueblo terrible, un montón de casas viejísimas, amarillentas, derrengadas», con un viejo solitario y casi mudo sentado en la desierta plaza. En lo que escribieron cuando doblaba el siglo, los literatos llamados del 98 inventaron un país moribundo, unos caminos desolados, unos pueblos desertados, una callejas sombrías, oscuridad por todas partes. En el mes de octubre del año 1898, cuando estaba aún caliente la derrota, escribía Joaquín Costa su libro Muerte y resurrección de España , en el que Costa ve a aquella España como un gran cadáver tendido desde los Pirineos a Calpe. Fustigando la España atrasada e ignorante, nación envilecida por el sistema de recomendación y compadrazgo, Ramiro de Maeztu escribía: «Mueve mi pluma el dolor de que mi patria sea chica y esté muerta». Y para que se vea que la imagen de la agonía de España no es cosa exclusiva de intelectuales exaltados, bastará recordar al moderado Rafael María de Labra, que confesaba en un discurso en el Congreso de los Diputados, a finales de mayo de 1898 sentir «miedo de que se apague el fuego que anima a nuestra existencia política y social», si nos descuidamos, advirtió «se apagará». El Nacional, órgano de Romero Robledo, contra lo que se pudiera esperar, por cuanto su inspirador defendió siempre la guerra, llegó a escribir: «Lo más triste es esta indiferencia del país ante las grandes tristezas». Pero esta abundancia de imágenes de tristeza, dolor y muerte no constituye, como a primera vista pudiera parecer, el diagnóstico de una situación, sino el punto de arranque de un metarrelato de salvación: España está muerta porque espera la resurrección. «Hemos de salvar a España, quiéralo o no», escribía Unamuno a un amigo, dos años después de recordar en la España Moderna (noviembre de 1898) que sólo los intelectuales hablaban a cada momento de su regeneración. De lo que hablaban, pues, estos intelectuales era de que esperaba a España una gloriosa resurrección si, en efecto, se hacía lo que ellos con toda urgencia proponían. El drama de España, la lucha entre la España que muere y la que nace, duele a Machado que en un hermoso poema -homenaje al libro Castilla de Azorín- nos dirá su fe en una España nueva, de cara al futuro: «Oh tú, Azorín, escucha: España quiere/ surgir, brotar. toda una España empieza./ ¿Y ha de helarse en la España que se muere?/ ¿Ha de ahogarse en la España que bosteza?» La imagen se repite, con cierto amargo pesimismo, que recuerda a Larra, en uno de los Proverbios y Cantares de Machado: «Ya hay un español que quiere/ vivir y a vivir empieza,/ entre una España que muere/ y otra España que bosteza.» Resurrección, regeneración, refundación, renacimiento de España: ese «patriotismo del dolor» que Ortega atribuyó a Costa con ocasión de su muerte en un artículo publicado en El Imparcial el 20 de febrero de 1911, y que se extendió como una plaga a finales de siglo, era en efecto una especie de organización del pesimismo «para que fecundara la tierra misma acongojada». Ortega lo vio perfectamente cuando al afirmar que la tradición española era para él «un grave dolor que me atormenta», aseguraba no conocer otro medio de «salvar España que librarme de ella». Cualquier cosa que se propusiera para la resurrección de España, escuelas, despensas, autonomía regional, descentralización, industria, ciencia o nueva política, había que exigirla en nombre del dolor íntimo provocado por su muerte, pues «dolerse de España no es otra cosa que ser Europa». El Año del Desastre revela que la razón histórica venía desde muy atrás siendo desatendida a favor de la de unos intereses institucionalizados, que arbitrariamente, se diputaran como la verdadera España. Es incuestionable que, aparte lo que pudiera significar como espectáculo, el grupo minoritario de los intelectuales ni era respetado, ni admirado, ni estimado, ni apreciado sino sólo tolerado. El hombre que cultivaba desinteresadamente cualquier parcela del gran latifundio que usufructúa en las sociedades civilizadas el espíritu era en 1898, como lo es hoy, un auténtio y verdadero extravagante. Y como dijo Unamuno: «Me duele España».