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Publicado por
MANUREL ALCÁNTARA
León

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DURANTE MUCHAS vidas dudosamente productivas, como la de este seguro servidor de ustedes, no tener nada que hacer se ha considerado una bendición. Lo malo es que si no se tiene nada que hacer, tampoco se tiene nada que comer. Es injusto que para alimentarse se precisen sólo un par de horas al día, incluidas las de bendecir los alimentos, que ya no se lleva, y las de las sagradas sobremesas, con café, copa y puro, cosa que se lleva todavía menos, mientras que para poder acceder a la alimentación se requieren muchas horas de trabajo. Lo normal, en una sociedad bien equilibrada, sería emplear el mismo tiempo en ganarse la vida que en hacer por ella, pero entre nosotros, que hasta anteayer hemos sido la octava potencia mundial, cada vez es más difícil. El paro ha subido, también por primera vez, en junio y ya hay 2.390.424 desempleados, quizá tres o cuatro más, si a usted y a sus amigos más íntimos no los han despedido mientras lee estas palabras. Siempre me acuerdo de Beltrand Russell, que decía que sólo existen dos forma de trabajo. Una altera la formas de las cosas sobre la superficie de la tierra, y otra ordena que eso lo hagan los demás. Está suficientemente comprobado que la primera modalidad cansa más y también que es la única imprescindible para eso que llamamos progreso. ¿Cómo es posible que en un país donde quedan por hacer tantas cosas haya cerca de dos millones y medio de habitantes que no tengan nada que hacer? Ser un parado es una manera de anticiparse a ser un difunto. Los muertos son muy perezosos y nadie les puede reprochar su absentismo laboral. Lo terrible es querer trabajar y no tener dónde, ni cómo. Es algo tan frustrante como tener vocación de mártir y no encontrar a mano ningún verdugo dispuesto a sacrificarte. Se impiden muchos destinos, que no vocaciones.