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Publicado por
MANUEL ALCÁNTARA
León

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ESTÁ generalmente admitido que los tontos se ponen muy contentos cuando les dan una tiza. Tampoco se sienten decepcionados si les obsequian con un lápiz. El caso es que lo empiezan a pintarlo todo, incluso los muros de la patria suya, de manera frenética y gratuita. No cobran por sus interminables jornadas nocturnas emborronando superficies blancas. Quizá todos hubieran deseado ser Rembrandt, pero sólo consiguieron superarle en vocación. En el extremo opuesto se sitúan los listos, que se ponen muy tristes cuando les dan una tiza. Sólo la sospecha de que pueden regresar a la nobilísima profesión de maestros les estremece ya que han encontrado de momento una de muy superior rendimiento: la de políticos. Cuando les enseñan una tiza es como si a la niña del exorcista le enseñaran un crucifijo. Estos desertores de la enseñanza están dispuestos a matar antes de volver a ser lo que eran antes de ser afiliados, bien a un partido o a otro, ya que todos tienen la receta de la felicidad. La selección de los «graffiteros» es muy dura. Bankay no hay más que uno. Se ha hecho millonario luchando contra el capitalismo. Una de sus pintadas londinenses se ha subastado en Internet por 275.000 euros. Intrigó a todo el mundo con su anonimato, ya que su máxima aspiración consistía en hacerse desconocido. Exactamente la contraria de la que han venido persiguiendo los artistas, que generalmente sólo ha sido traducir la notoriedad y el prestigio en dinero. El tal Bankay es el vengador de la ciudad. El misterioso artista de las bocacalles reivindica a los centenares de majaras que las empuercan diariamente. Muchos pintamonas son necesarios para que surja alguien que pinte algo que valga la pena. Tanto en la política como en el arte debiera controlarse la tiza.

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