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CUANDO una crisis quiere escenificarse y hacerse visible a la ciudadanía, se manifiesta de dos maneras: en la cesta de la compra y en las oficinas del paro. La destrucción de empleo está siendo brutal, me dicen que la «mortandad» -la palabra, tremenda, no es mía- de las pequeñas empresas amenaza con parecerse a una pandemia y que llegaremos a fin de año con tres millones de parados oficialmente censados. En cuanto a la inflación, lo cierto es que quienes vamos al supermercado cada sábado percibimos claramente que nuestro poder adquisitivo se ve mermado, en los últimos seis meses, en casi un 40 por ciento. Sin hablar del depósito de la gasolina, claro. Ya sé que todo esto no es nuevo, pero tampoco es sostenible y es cada día más preocupante. Aguardo con impaciencia las explicaciones que el vicepresidente económico y el ministro de Trabajo hayan de darnos la semana próxima en el Parlamento, donde la oposición -que ahora ya no es solamente el PP- se va a cebar con ellos. ¿De veras no podrían haber acudido antes, para despejar, en un foro de seriedad contrastada, tantas dudas y aprensiones? Pues eso es lo malo: una crisis se agudiza cuando todos hablan de crisis. Pero empeora cuando se habla nunca, tarde y mal de crisis. Y los españoles, que somos un pueblo bastante fácil de gobernar, se preocupan cuando los periódicos, sin más intención que la de informar, nos cuentan cada día que se están produciendo miles de despidos en la construcción, en las industrias auxiliares, en el automóvil y hasta en los medios informativos. Hay que apretarse el cinturón y resistir, pero la receta, señor presidente, no es la que usted nos impartió, «a consumir». Lo realista, señor Rodríguez Zapatero, hubiese sido decir algo así como «a consumir... el que pueda». Y cada vez pueden menos gentes y el consumo es cada vez menor, lógicamente. Que no cunda el pánico, que sería peor, pero que cunda, si posible fuere, el realismo oficial.

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