EL MIRADOR
La dieta milagro
EL OTRO día, en un programa de televisión le preguntaban a una víctima del terrorismo por la huelga de hambre del asesino De Juana Chaos. Dijo solamente lo siguiente: «ojalá que ésta fuera la definitiva» y, en ese mom ento, se hizo un silencio ensordecedor en el plató. No hizo falta explicar más el asunto, ni lamentarse por lo barato que le ha salido al etarra las veinticinco muertes que tiene a sus espaldas. Tampoco fue necesario recordar a la audiencia su infame petición de champagne y langostinos para festejar la ejecución del matrimonio Becerril y la orfandad en la que quedaron sus tres hijos pequeños. De Juana se pone en huelga de hambre, una vez más, con fecha de caducidad. Y dice que va ayunar 15 días con el regodeo de quien hace una dieta veraniega para lucir palmito el tiempo justo que le duran sus vacaciones y luego se atiborra con el argumento de que «le quiten lo bailao». Si no fuera por la repugnancia que provoca ese personaje entre los bien nacidos sus, «dietas milagro» pasarían desapercibidas porque forman parte de la liturgia del escarnio y la provocación. Se queja de esa Justicia que le ha aplicado las leyes franquistas -gracias a las cuales ¡qué gran paradoja! en vez de pudrirse en la cárcel le permitirá escupir a las víctimas- no haga borrón y cuenta nueva con sus deudas económicas. Se queja también de persecución política y mediática, precisamente quien se ha convertido en el rostro más duro de la barbarie, en la encarnación del hombre sin piedad. Si no fuera porque el tema es casi insoportable podría resultar cómico que alguien de su calaña enarbole la bandera de los derechos humanos y hable de torturas. Tiene la ventaja de que el sistema que el pretende liquidar -¡tan garantista siempre!- ha sido su mejor salvaguarda y su gran aliado para no haber tenido que padecer en pr opia carne ninguna de las humillaciones y vejaciones a las que él ha sometido a sus víctimas. Esa es la diferencia entre un demócrata y un asesino, entre quien tiene las manos manchadas de sangre y quien ha encontrado la muerte sólo por el «terrible delito» de defender unas ideas. De Juana ha cumplido su condena y está en su derecho de hacer la «dieta milagro» que le dé la gana pero su caso ha dejado tantos fallos del sistema en el camino que nos deja el sabor amargo de la injusticia. No existe ningún arrepentimiento y por lo tanto no ha habido rehabilitación. No merece el perdón, pero en su pecado no ha llevado penitencia y su caso ha destapado todas las vergüenzas de un sistema que, incapaz de proteger a las víctimas, las hace más vulnerables. Aquí no es el asesino quien baja la cabeza, avergonzado por sus crímenes horribles, sino sus propias víctimas quienes tienen que esconderse para no cruzárselo en el portal de su casa. ¿Miedo? ¿quién dijo miedo?. Lo que da pánico es mirar a la cara a quien puede seguir firmando sentencias de muerte sin inmutarse, a ese verdugo que se exhibe a placer y va a rostro descubierto porque en su oscura orgía d e dolor y muerte se cree Dios.