Diario de León
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ANTONIO PAPELL
León

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CUANDO el PSC, enfrascado en su congreso que hoy concluye con la participación de Zapatero, está asentando su posición en el complejo marco catalán -el más poblado de fuerzas políticas de toda España-, acuciado por las presiones nacionalistas, de un lado, y por la lógica federal del PSOE estatal, de otro, conviene recordar, aunque sólo sea para hacer pedagogía, el camino recorrido por el PSC y por el PSOE desde 2003, el año en que Maragall consiguió presidir la Generalitat apoyado en el tripartito, y hasta la hora actual. Hoy, con suficiente perspectiva, puede ya decirse sin ambages que Maragall, embriagado por aquella posición que colmaba todas sus ensoñaciones, emprendió un camino extremadamente peligroso en el que la confusión del catalanismo político con el nacionalismo soberanista a punto estuvo de causar un desastre que hubiera afectado durante mucho tiempo a la estabilidad del Estado español. El texto de la propuesta estatutaria que fue finalmente aprobada por el Parlament para su remisión a las Cortes era simple y llanamente un dislate, que pudo ser reducido a términos manejables gracias al tino de Rodríguez Zapatero y de Mas, que, orillando las radicalidades de Maragall, pactaron una fórmula que, aunque defectuosa y utópica todavía en varios campos, tenía al menos la virtud de poder ser resuelta por el Tribunal Constitucional mediante una sentencia interpretativa que no desautorizase las sucesivas ratificaciones que había logrado el texto: la de los parlamentos catalán y español y el refrendo del pueblo de Cataluña. De no haber sido por aquel acuerdo en La Moncloa -mientras, por cierto, Montilla era ministro del Gobierno de España-, hoy nos encontraríamos en un serio aprieto y en un peligroso vacío institucional. El Estatuto catalán ha sobrevivido, en fin, a la irresponsabilidad de Maragall, y fue incluso aceptado en sus términos esenciales por el PP al adherirse este partido al Estatuto de Andalucía, que se basaba en la carta catalana. Pero el Gobierno sigue teniendo una patata caliente entre sus manos a la hora de diseñar el nuevo sistema de financiación autonómica, que por añadidura ha de dictarse en época de vacas flacas, cuando ya no hay superávit -incluso podemos incurrir en déficit- y no es posible por lo tanto resolver contenciosos concretos por la vía de la financiación extraordinaria, como antaño. Así las cosas, el Gobierno no ha tenido más remedio -digámoslo claro- que intentar contentar a todos (lo cual es por definición imposible) por el conocido procedimiento del

. Se aceptan las reclamaciones del Estatuto catalán pero lógicamente se extienden a todas las comunidades autónomas del régimen general. ¿Qué otra cosa se podría hacer? ¿Cómo restañar ostensiblemente el déficit fiscal de Cataluña sin hacer lo propio con Baleares, Madrid o la Comunidad Valenciana? ¿Cómo reducir a estas alturas, en plena crisis, las aportaciones del Fondo de Suficiencia a regiones todavía deprimidas o, cuando menos, no tan desarrolladas? El propio concepto de bilateralidad, que matiza el Estatuto, ha de entenderse integrado en la multilateralidad que es propia del modelo federal. Un modelo en el que, paradójicamente, el Congreso del PSC que hoy concluye pretende enfatizar y perfeccionar.
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