Diario de León

HISTORIAS DEL REINO

Solo ante el peligro

Publicado por
MARGARITA TORRES
León

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SEGÚN CIERTAs estadísticas oficiales abrumadoras de la Dirección General de Tráfico, de cada diez atropellos de peatones, siete resultan culpa de éstos. Alrededor de mil personas mueren al año en las calles de nuestro país por una imprudencia temeraria, ya del que camina, ya del que conduce, y a este millar se suman varios más de heridos de diversa gravedad. En los últimos años la ciudad de León ha pasado, con autoridad, a pertenecer al selecto grupo de capitales en las que el simple hecho de cruzar algunas calles supone un riesgo para el peatón, o una prueba de velocidad y reflejos para el conductor. Baste a quien lo dude colocarse a manera de prueba en la plaza de Guzmán, corazón de la urbe, junto a la parada de autobuses sita a medio camino entre el noble enhiesto que señala a la estación y el oloroso monumento a los reyes leoneses que, cuando la brisa eleva los aromas del urinario público, parece devolvernos a esos tiempos rancios en los que la limpieza era asunto de conversos y judaizantes y no de cristianos viejos. Lamen los coches los bordes mismos de la acera, mientras los peatones de ambos flancos, el de Papalaguinda y el de La Condesa, se aprestan a colocarse en sus puestos, listos, ¡ya!, cuando el monigote rojo y la cuenta atrás del semáforo cambian del colorado al verde. Aprovechan los vehículos que vienen desde La Condesa para lanzarse a fondo hacia el puente de los leones. Entretanto, jóvenes, viejos, inválidos, niños, mujeres que vienen de la compra y ancianos en sillas de ruedas, se arrojan a la aventura de cruzar unos metros en tan pocos segundos que a medio camino ya no te restan dedos en la escuálida cuenta atrás. Aceleras el paso, corres, saltas entre sudores y taquicardias mientras rugen los motores de las bestias de cuatro ruedas, prestas a hincarte el capó en los lomos, y todo porque a alguna de esas mentes despiertas que pululan por la administración se le ocurrió reducir a la mínima potencia el tiempo del peatón, que se ve arrojado a las fieras motorizadas del circo de la calle. Y cuando salvas esta prueba digna de Hércules, un ejemplo entre no pocos, te topas de morros con el adolescente de variopinto pelaje que, pantalón caído, culo en pompa y gorra de macarra neoyorquino, te mira mal desde su bicicleta roñosa porque ocupas, o así lo pretendes, esa acera que debe ser tuya. Y te sientes un piojo al que le arrancan el pelo en el que cifraba toda su esperanza de salvamento, mientras estas ladillas semimotorizadas juegan a esquivarte en terreno supuestamente amigo, como las hordas de Atila, con semejantes hoscos modales. A este paso acabamos como en Nápoles, la patria chica del descontrol. Digo yo, si la tierra debería ser para el que la trabaja, la calle para los vehículos y las aceras para los ciclistas, sólo nos resta para sobrevivir a los bípedos que el ayuntamiento de León nos ponga lianas y taparrabos para circular tranquilos, aunque sea por las copas de los árboles, porque ahora nos encontramos abandonados ante el peligro, pero sin Gary Cooper para poner orden. Debe encontrarse de vacaciones. Es agosto.

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