EL MIRADOR
Cataluña, más claridad
EL PROCESO DE DESARROLLO estatutario de Cataluña ha transitado con frecuencia entre equívocos mejor o peor intencionados. En efecto, a menudo se ha dicho que, en la campaña electoral previa a las elecciones autonómicas catalanas del 2003 que dieron lugar a la formación del primer tripartito presidido por Maragall, Rodríguez Zapatero aseguró que apoyaría cualquier proyecto de astatuto que Cataluña elevara al Parlamento español. Y la realidad es que la promesa era más compleja, aunque en alguna ocasión se simplificase su reseña periodística: el entonces secretario general del PSOE y líder de la oposición se comprometió a apoyar cualquier proyecto de Estatuto que emanase del Parlament siempre que reuniese dos requisitos: el apoyo masivo de la mayoría de los grupos y su plena constitucionalidad. Es obvio que la propuesta que salió inicialmente de la Cámara catalana no los cumplía. Zapatero aprovechó su comparecencia del jueves para arrojar ciertas claridades sobre la cuestión catalana, que ha transitado hasta ahora entre reivindicaciones tópicas y medias palabras dolosas. En definitiva, el presidente marcaba cinco criterios inexorables relativos a la financiación de la Generaliitat: el acuerdo llegará cuando se consiga, sin presiones artificiosas; el acuerdo bilateral deberá enmarcarse en el acuerdo multilateral de todas las comunidades de régimen general; el acuerdo deberá representar una mejora de todas las comunidades; el Estado seguirá manejando más del 50% de los recursos públicos; y el acuerdo deberá inspirarse en el principio de solidaridad interterritorial. Es probable que si Rodríguez Zapatero hubiera hablado con esta meridiana claridad desde el primer momento se hubieran evitado algunos desentendimientos entre Cataluña y Madrid, entre el PSC y el PSOE, entre el centro y la periferia españoles. Porque, como ha dicho entre la indiferencia general algún constitucionalista conspicuo, es impensable que la financiación catalana se acuerde fuera de la Lofca (la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas), como lo es asimismo que la reforma necesaria de dicha ley se promulgue sin el acuerdo de todas las partes. En definitiva, no debería hacerse más demagogia ni sobre la bilateralidad ni sobre el denostado café para todos. El acuerdo deberá ser multilateral, y todas las partes deberán participar en el ágape. ¿O acaso alguien se atrevería a proponer, por ejemplo, un modelo en el que las mayores dotaciones para las regiones ricas provinieran del sacrificio tangible de las menos afortunadas? En política no todo es posible, ni decoroso, ni defendible cuando los enunciados teóricos descienden a la praxis del papel y del número. Y así, cuando Cataluña dice que hay que reducir los déficit fiscales o que hay que rebajar la medida de la solidaridad nada chirría; pero cuando se trata de plasmar estas ideas en cifras comienzan los problemas. La visión de Zapatero es, en fin, realista, y aun requiere otra precisión: la preferencia, hoy día, no es tanto la mejora de la financiación de las comunidades cuanto la aplicación de políticas que minimicen los efectos negativos de la crisis económica. Que tomen nota de ello quienes, absortos en sus preocupaciones, parece que lo han olvidado.