EL MIRADOR
Financiación autonómica y Presupuestos
LA DIPUTACIÓN Permanente del Congreso decide hoy si el presidente del Gobierno deberá comparecer o no ante la Cámara a explicar el estado de la financiación autonómica. CiU es el grupo al parecer más interesado en que Zapatero se explique públicamente, por más que en este asunto las explicaciones, que tienen escaso margen de discrecionalidad, no pueden ir precisamente en la línea que desearían los convergentes, que pueden ver cómo pierden la razón ante la opinión pública. En 1996 ya se planteó también a instancias de Cataluña el mismo asunto, aunque vestido de otra manera. Cataluña exigió a Aznar más recursos, y dado que por pura equidad la mejora catalana había de extenderse -el café para todos- a todas las demás comunidades, el resultado fue que el Estado tuvo que aportar el equivalente a 12.000 millones de euros, unos dos billones de pesetas de entonces, más de un 2% del PIB al sistema global de financiación. En esta ocasión, la exigencia catalana, fruto de una interpretación relativamente técnica del estatuto, es de entre 3.000 y 3.500 millones de euros, según el cálculo efectuado por las Cámaras de Comercio y publicado hace escasas semanas. Ello representa que, con independencia de que se negocien los términos del reparto general, la aportación adicional del Estado al sistema representaría entre 12.000 y 15.000 millones de euros para el conjunto de todas las comunidades de régimen general. Aproximadamente entre el 2 y el 2,5% del PIB. Casualmente, este porcentaje del Producto Interior Brutoes aproximadamente equivalente al superávit del Estado en 2007. Se hubiesen podido atender, pues, las demandas sin ningún problema si el ciclo económico no hubiera cambiado súbitamente. Ahora, y a juzgar por los resultados del primer semestre del ejercicio en curso, puede asegurarse que, en tanto no remonte de nuevo la economía, la nueva financiación autonómica provocaría déficit. Sobre todo si el Gobierno cumple su plausible intención de reservar al Estado al menos el 50% de los recursos públicos. No parece prudente, pues, acometer este doble designio automáticamente: lo lógico sería implementar la nueva financiación gradualmente, a medida que la economía se rehaga y los presupuestos soporten la mayor aportación sin provocar efectos indeseables. No debe perderse de vista que el déficit no sólo incrementaría la deuda y violentaría el Pacto de Estabilidad y Crecimiento sino que introduciría nuevas tensiones inflacionistas. En definitiva, la negociación sobre la financiación autonómica está íntimamente ligada a la negociación presupuestaria, y resulta absurdo insinuar o pretender otra cosa. Pero tal relación debería ser positiva y conducir al posibilismo. La reforma del sistema habría de ser progresiva, de forma que se atendieran primero las necesidades más urgentes relativas a los grandes servicios públicos sin mermar la capacidad inversora de las administraciones públicas, muy necesaria para paliar la crisis. Esta doble negociación será muy compleja, pero de ella dependen el porvenir económico de este país y la futura estabilidad del Estado de las autonomías. Convendría esforzarse para tener éxito.