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AUNQUE SIEMPRE es mejor despertar envidia que compasión, puesto que estamos en España, tengo para mi que al encomiar la gesta olímpica del tenista Rafa Nadal se impone acudir a Píndaro -el primer cronista deportivo de la Historia- para recordar con él que a la hora de ensalzar los méritos de alguien hay que encerrar muchos elogios en pocas palabras, porque son muchos los hombres que se irritan secretamente en su corazón cuando oyen alabar los méritos de su prójimo. Dicho lo cual me apresuro a decir que la medalla de oro, que ha conseguido en Pekín acredita que es el deportista más brillante de cuantos españoles participan en los Juegos Olímpicos. Ágil como una pantera, resistente como un ciprés, correoso como la mar que lo vio nacer. Una máquina de músculos aceitados puestos al servicio de un juego eficaz aunque no exentos de golpes preñados de riesgo. En resumen: un tenista que convierte en espectáculo un juego que paradójicamente nació marcado por las distancias sociales. Sí sobre la pista, Nadal es un gigante, fuera de ella es un hombre modesto, incluso humilde. Nunca se le oyó decir (o repetir) las naderías a las que tan acostumbrados nos tienen otros deportistas, sobretodo los futbolistas, gremio huérfano de ortología desde que se jubiló Jorge Valdano. Como los héroes a los que inmortalizó Píndaro, Rafa Nadal es ciertamente muy parco en palabras y, sin embargo, muy largo en obras. Habla poco, pero cuanto dice y hace -por ejemplo: asociar su triunfo con la bandera de España, el país en el que ha nacido-, suele tener sentido. Su gesta pekinesa permanecerá en la memoria de todos: siempre le acompañará el resplandor de la gloria.