ES INJUSTO que sólo quepan tres en la tarima de los éxitos deportivos. Los acomodadores de la gloria olímpica debieran colocar a algunos más en un sitio preeminente, ya que el pedestal no sale tan caro. Hubo un tiempo en el que no abundaba la gente dedicada a cultivar su capacidad física, ya que en general estaba cultivando el campo. En esas épocas era lógico que el podio albergara sólo a los tres más destacados, pero ahora hay miles de atletas, casi todos buenísimos, y seguimos con las mismas plazas. Es cierto que, pasado el tiempo, sólo recordamos a los más grandes entre los grandes, pero no podemos olvidar que la estatua del vencedor está fabricada con los fragmentos de los derrotados. La victoria, toda victoria, exige que haya algún o algunos vencidos. Para paliar esta ineludible exigencia se inventó el eslogan, tan consolador como falso, de que
. Se le ha atribuido al barón de Cubertin, pero parece que se lo plagió al arzobispo de Filadelfia. Si ustedes me permiten, sin que sirva de precedente, que me exprese sin ninguna clase de reserva, diré que una mierda para ellos dos. O bien una, de idéntico volumen, para cada uno. Para el barón y para el arzobispo. Si importa participar es porque constituye el requisito imprescindible para ganar, que es lo verdaderamente importante. El laurel sereno de la victoria sólo adorna algunas frentes. Las demás chocan con la realidad y se hacen un chichón. Es el éxito lo que se busca, por más vueltas que le den a la pista. ¿Qué trabajo costaría alargar el podio para que pudieran subirse más? Kiplig opinaba que tanto al éxito como al fracaso hay que mirarlos como a dos impostores. Pero quizá sea preferible ver así, con un poco de desprecio, al primero. Ganando se aprende.