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LA Historia enseña que los muertos mal enterrados vuelven para pedir justicia. La Transición -un pacto político no escrito, pero cuyo espíritu reconciliador reverbera en la Constitución-, zanjó formalmente la separación de las «dos Españas», pero no canceló la memoria de los crímenes cometidos durante y después de la guerra civil. Decididos a no mirar hacia atrás con ira, la Amnistía del 77 borró toda responsabilidad sobre los delitos de sangre y raíz política cometidos con anterioridad a la fecha. Fue una especie de trueque -«perdono para que perdones»- que para muchos resultó asimétrico porque los crímenes de los etarras y de otras bandas terroristas de extrema izquierda (por aquellas fechas, alrededor de un centenar) contrapesaban mal a los varios miles de fusilados por los franquistas en la posguerra. Pero así se hizo y así fue aceptado entonces por la mayoría en aras de la reconciliación. Aquel fue, ya digo, el espíritu y, sí se me permite, la expresión: la grandeza de la Transición. Luego están las familias con muertos o torturados al final de la guerra y con memoria viva de aquellos crímenes sin castigo. Van a cumplirse setenta años del final de la guerra; aunque pocos, todavía quedan algunos coetáneos de los desaparecidos y están, además, sus descendientes que son quienes se han dirigido a los tribunales para que indaguen acerca de lo ocurrido pidiendo que les restituyan los restos de los suyos. Y en eso estamos. Nadie puede negarle ése consuelo al familiar de un desaparecido. Garzón ha hecho lo que como juez tiene encomendado por la ley: atender el requerimiento de cualquier ciudadano sí éste está fundado en Derecho. Otra cosa es pensar en dónde nos vuelve a instalar la iniciativa del juez en términos de opinión pública y de opinión publicada. En la vuelta a las palabras de Caín; en la crispación política partidísta. Ese es, a mi juicio, el recorrido político indeseable de éste volver a remover el pasado, desenterrando a los muertos.