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Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

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EN NUESTROS VIEJOS países, dotados de regímenes ya muy experimentados y seguros de sí mismos, la irracionalidad está desacreditada. Las utopías revolucionarias no tientan a unas juventudes que han tomado conciencia de su suerte al haber nacido en ámbitos desarrollados y libérrimos, y la política tiende a ser monocorde, más enfrascada en la búsqueda de la buena gestión que pendiente de las iluminaciones de los líderes. Por eso, en Euskadi, ETA ha ido perdiendo, con el desarrollo político, ya no el prestigio que nunca tuvo, sino también el arropamiento social que conseguía por razones puramente sentimentales y, por lo tanto, atávicas y rústicas. Y de ahí, también, que haya que presagiar la decadencia de un nacionalismo nominalmente democrático que está sin embargo tan fanatizado que ni siquiera parece ser consciente del mundo en que vive. Del Estado de Derecho, que forma parte del homogéneo tejido democrático occidental, en que se inserta, y en el que ciertas estridencias carecen simplemente de sentido. Ante la claridad meridiana de los hechos y de las determinaciones, los aspavientos de Ibarretxe, socios, amigos y demás comparsas son no sólo inexplicables, sino también pintorescos y, en cierto modo, ridículos: tiene un amargo gracejo la figura del histrión que reclama con afectada ingenuidad lo que no se le puede dar porque no existe. El asunto es, en sus principales claves, más jocoso que trágico, pero comienza a ser irritante el discurso de los paladines de la autodeterminación vasca, que se muestran a sí mismos como demócratas genuinos aplastados por la horda antidemocrática española. Con independencia de algunas sospechosas complicidades que algún día el PNV tendrá que explicar -aquello de el árbol y las nueces que decía Arzallus-, conviene dejar claro que los nacionalismos étnicos que defienden