Diario de León
Publicado por
JOSÉ LUIS GAVILANES LASO
León

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CONCERNIENTE a esto de la denominación, los griegos estaban divididos entre los partidarios de Cratilo, según el cual los nombres de las cosas eran por naturaleza, al considerar la absoluta identidad entre la palabra y la cosa; y los seguidores de Hermógenes, defensores de que los nombres habían nacido por convicción de la comunidad lingüística que los hablaba. Pues bien, los responsables de la política local leonesa han andado encismados últimamente a causa del nombre del estadio municipal de fútbol. Que si respetar el existente «Antonio Amilivia», o mudar por el más pretencioso, grandilocuente y anacrónico «Reino de León», hasta que se ha resuelto la pugna el pasado día cuatro del presente mes en favor de este último nombre, merced a la coalición mayoritaria PSOE-UPL. A falta de éxito, y redaños, en el cambio autonómico para todo el territorio, al menos se ha conseguido para una pequeña parcela. Después de la Guerra Civil, cuando comenzó a hacerse espectáculo el deporte del balompié en León, se acotó un terreno para su ejercicio dándole un nombre que era el natural de la zona, el campo de La Corredera, inaugurado en 1941. De éste, la práctica competitiva se trasladó a otro rectángulo de mayor enjundia y aforo, que yo frecuenté de niño, y cuyo nombre también se ajustaba al nombre del lugar, El Ejido. En él y durante la temporada 1955-56 tuvo lugar la mayor gloria de la Cultural y Deportiva Leonesa, el club representativo de la ciudad, con el ascenso a la primera división. El ascenso a la más alta categoría futbolística de la nación exigía un nuevo campo acorde con la circunstancia. Las arcas municipales costearon la construcción, ubicando el nuevo estadio en las proximidades de una presa cruzada por un pequeño puente. Se le bautizó con el modesto y poético nombre de «Estadio Municipal de la Puentecilla», que también respondía a la circunstancia del lugar. Compárese con otro diminutivo nombre de estadio, «El Toralín», del paisano y rival futbolístico, también con diminutivo afectivo, Ponferradina. Pero vino la moda de poner nombre a los estadios de fútbol designando a los prohombres de los clubes que más se habían distinguido en sus éxitos futbolísticos: Chamartín pasó a llamarse Santiago Bernabeu; el Manzanares, Vicente Calderón; el Nervión, Sánchez Pizjoan: el Mestalla, Luis Casanova; el Heliópolis, Benito Villamarín y posteriormente Luis de Lopera, ecétera, ecétera. El modesto campo municipal leonés no iba a ser menos y eliminó en 1971 el nombre de «Estadio Municipal de La Puentecilla», por el más prosaico de «Estadio Municipal Antonio Amilivia». Lo que había sido hasta entonces un canto a la naturaleza, se convertía, tras un consenso de ediles influidos por la moda, en reconocimiento y homenaje a un personaje, cuya gestión había dado al club, y por ende a la ciudad, un prestigio que, por desgracia, duró sólo una temporada. Antonio Amilivia y Zuloaga (Bilbao,1897-León, 1980) era un ingeniero de minas que hizo fortuna con la hulla y la antracita del subsuelo leonés. Practicó el fútbol, y entre 1942 y 1943 y entre 1951 y 1956 fue presidente de la Cultural. El nuevo estadio que se construyó más tarde a la orilla del Bernesga conservó el nombre de Antonio Amilivia, a lo que contribuyó, sin duda, que su nieto fuese en esos momentos el alcalde de la ciudad. No era, a nuestro juicio entonces, el mejor nombre para el estadio, pero hay que reconocer que se realizó en período democrático. ¿No hubiera sido mejor bautizarlo con el nombre más modesto, natural y neutro de Bernesga o Bernesguín, en reconocimiento a su labor de siglos regando lechugas y de engullidor sufrido de nuestras cazcarrias? Un servidor, que está al margen de la contienda política, se pregunta, tal vez ingenuamente, si la razón primera o última del cambio no está más en borrar el nombre ya existente que en inscribir el nuevo. Si no es así, ¿qué perturbaba el primero o qué aporta el segundo? Los argumentos que se han dado para la mudanza no son en modo alguno convincentes, y parecen obedecer a rencillas o ajustes de cuentas personales o entre partidos por causas ajenas al deporte y a la cosa, esto es, al estadio. Para mí, como leonés, el nuevo nombre no acrecienta en ningún grado mi entusiasmo de leonesista heterodoxo, por lo que me importa una higa un nombre que otro. Pero, de la misma manera que me ha parecido una incongruencia que salga de León una biblioteca como la de José María Tejero al mismo tiempo que se promociona para todos los colegios de la urbe la «lengua leonesa» (como ya comenté en una Tribuna anterior), advierto con sorpresa y preocupación que con este cambio de nombre se dan un par de faltas de congruencia. En primer lugar, si nos hemos desgañitado pidiendo por las calles y desde esta tribuna un referéndum para pronunciarnos sobre si queremos constituirnos como autonomía fuera de Castilla, o seguir vinculados a ella, ¿por qué demonios se lo negamos en este caso al ciudadano, sabiendo que estamos ante un asunto controvertido? Por otro lado, me resulta aún más grave mudar el nombre del estadio municipal de fútbol y no haberlo hecho ya del de las calles Alcázar de Toledo, Alférez Provisional o de Pilotos Regueral. Les recuerdo a los impulsores del cambio, que esos nombres corresponden a imposiciones producto de un régimen autocrático, como el de la dictadura franquista. Y lo mismo que, llegada la ansiada democracia, se borraron otros representativos de aquel período de nuestra historia, deberían cambiarse también éstos. Sobre el nombre de calles, plazas, avenidas, etcétera, se debería ir siempre en contra de que tengan un marchamo político, del signo que sea. De no hacerlo así, corremos el riesgo de andar de mudanza en mudanza conforme la sucesión de siglas políticas que alcancen el poder. Aunque tenga nombre oficial, hay una plaza céntrica en la ciudad que tiene la virtud de tener tres nombres, según el criterio de quien la nombra: Circular, Inmaculada y Calvo Sotelo. No quiero decir con ello que sólo haya que proponer, respecto a nombres propios o instituciones, a aquellos o a aquellas declaradamente apolíticos. Sino a aquellos o a aquellas que tengan méritos suficientes al margen de su afiliación o credo. Leí en cierta ocasión en Internet una página de celosos republicanos, desde la que se incitaba a eliminar como símbolo de la dictadura franquista, entre otros todavía vigentes, la avenida dedicada a Álvaro López Núñez. Sería un disparate mayúsculo por fragrante anacronismo, ya que, independientemente de que probablemente López Núñez comulgase más con los sublevados que con la República, la adscripción de su nombre al antiguo Paseo del Espolón se produjo en sesión ordinaria de la corporación municipal de 22 de julio de 1927, en reconocimiento a su labor social y literaria, y no como asesinado por elementos republicanos en septiembre de 1936.

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