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León

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MENOS mal que en este país perdona alguien. José Tomas indultó en La Monumental al toro Idílico, cuyo nombre ya era buen presagio. El gesto del matador se presta a los paralelismos políticos, pero no caeré en la trampa. Será devuelto al campo, donde ejercerá de semental, si es que después de la experiencia le quedan ganas de volver a tener una emoción fuerte, ni siquiera un aquí te pillo, aquí te mato sobre la hierba. Ahora que sabe cómo nos las gastamos los seres humanos, le esperan noches de pesadilla y días taquicárdicos. Ahora, cada vez que nos huela querrá ser toro de Osborne, que hasta el pasado domingo siempre le había parecido muy parao, como si le faltase un hervor. ¿Cómo olvidar la lección impartida por el miedo? Por fin, comprende el significado de la máxima que tanto le gustaba a su padre: «Cuanto más conozco a los hombres, más quiero a mi perro». Como un veterano de Vietnam a quien aún le siguiesen zumbando en los oídos el estruendo de los helicópteros, la lluvia de napalm y los delirios de Kurtz, sabe ahora que aquel pariente suyo que desapareció para siempre no había bajado a por tabaco. Quizá, Idílico hubiese preferido seguir ignorante, pero feliz. No sólo necesita un veterinario que cure heridas del cuerpo, además un psicoanalista que alivie el alma, que se le ha quedado aterida. Sólo un minotauro podría ayudarle a descifrar todos los enigmas de la fiesta nacional; y ya no hay, se extinguieron, salvo los picassianos, exiliados en la suite Vollard. Idílico, regresas a casa, condenado a la inescrutable paradoja de añorar -de repente- la plaza, el fogonazo de la propia sangre en la arena, pues la nostalgia del guerrero, ay, no se rige por la lógica. Soñarás con Troya en llamas. Y tú estarás con Príamo. Con los vencidos.