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León

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EL PASADO domingo, en un ejercicio de paternidad responsable, espíritu abierto y amago de santidad, acompañé a mi mujer y a mi hijo a ver el Sporting-Barça, pues su pasión culé es la que es, y eso no se cura. Eso sí, yo me quedé en un bar colindante, tomando una birra con la parte noble de la familia. Qué regreso me dieron. Esos seis goles a este equipo recién ascendido eran comparables a epopeyas, dignas de un Homero. Oh, proeza sin par. Oh, hazaña deportiva y metafísica. Pero cuando ayer, el Real Madrid metió no seis sino siete al mismo equipo, todo fue compasión hacia los pobrines goleados, ninguneo a los vencedores, alusiones al azar, a un mal día lo tiene cualquiera. Qué les voy a contar a ustedes que no sepan. Ya lo he escrito aquí en otras ocasiones: a quienes no nos interesa el fútbol, somos del Madrid porque lo dicta el orden cósmico, las leyes de causa y efecto, el buen gusto. Ahora bien, ¿cómo no sentir simpatía por quienes han recibido trece goles en dos partidos? Desde un periódico asturiano se clamaba porque se pusiera otro portero «aunque fuese de discoteca». El fin de semana pasado, horas antes del encuentro, todo Gijón era un mar de bufandas blancas y rojas. Hoy, tras la nueva goleada, no estarán ni para silbar el Blues del Patatús. Al entrenador, daban ganas de darle un beso y las llaves del apartamento. En Gijón, el fútbol se vive como una ilusión colectiva, en las alegrías y en los disgustos. Y con humor, porque puestos a ser goleados, que sea a lo grande, con apocalipsis y recochineo. Durante el franquismo, este deporte se fomentaba para que no se hablase de política. Ahora se habla, pero mal y a gritos. Aquí la única crisis para echarse a temblar sería que nos dejasen sin fútbol. La que se armó en el 36 iba a ser una broma.

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