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Publicado por
VICENTE PUEYO
León

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«Y TODAS las suavidades y palideces de azules indecisos se cambian en luminosidades espléndidas, y las torres antiguas de la Alhambra son luceros de luz roja..., las casas hieren con su blancura y las umbrías tornáronse verdes brillantísimos. El sol de Andalucía comienza a cantar su canción de fuego que todas las cosas oyen con temor...». Tenía mi padre las obras completas de García Lorca en una edición primorosa pero estaba en lo más alto de la estantería; nunca entendí por qué lo había dejado allá arriba, tan alejado de las manos de un pardal con pantalones cortos. Pero, como habitábamos todavía en un planeta sin televisión, algo que ahora resulta incomprensible, el tiempo tenía más anchura y eran muchas las argucias para alcanzar a hurtadillas los libros, todos los libros, y sobre todo aquellos que, por su lejanía, parecían más secretos. Hojeando y ojeando aquel libro empecé a preguntarme algo a lo que todavía no he sabido dar cabal respuesta: ¿Cómo y por qué se puede matar a un poeta tan alto y luminoso? ¿Qué grado de podredumbre moral puede conducir a la consumación, y hasta a la cruel vanagloria de un acto semejante? Con ingenuidad y estupor de niño, me parecía imposible, rechazaba la idea de que se hubieran cebado en alguien que tenía a España dibujada en su corazón de punta a punta. «Cielo azul. Tranquilidad solar. Por las encías de las murallas pasan ovejas blanquísimas dejando nubes de plata vaporosa. La ciudad deja sonar sus trompas de suavidad metálica como miel infinita...». Ahora, 72 años después de aquella infamia que acabó llenando de oprobio a los «vencedores» (¿pero alguien venció en lo que fue un error y un horror superlativo?) , los ojos se vuelven al lugar donde reposan sus restos y su memoria junto a otras gentes del pueblo: un maestro y dos banderilleros. Y en este tiempo de exhumaciones nadie parece saber, con certeza, qué es lo correcto. De nuevo la perplejidad, como la que emana de aquella noche ominosa del 18 al 19 de agosto del 36. Es lo que ocurre cuando se rompe la regla sagrada que prohíbe matar a los poetas. Se abre el vacío, la luz se apaga y el mundo se paraliza: nadie sabe qué hacer. Tan comprensibles como respetables son los deseos de los familiares de quienes, según todos los indicios, reposan junto al poeta. Quieren recuperar las reliquias de sus allegados y cuentan ya con todos los beneplácitos oficiales. Lo que nunca sabremos es si el poeta granadino quisiera seguir descansando junto a esos hombres que le acompañaron en sus últimos momentos porque nada hermana más que la muerte y, en particular, la muerte sin sentido. Quizá, si se impone el juicio sensato y generoso, pudieran hacerse ambas cosas: respetar la voluntad del maestro y los banderilleros y respetar al mismo tiempo la fuerza simbólica que tiene la memoria del poeta y el propio lugar donde reposa. Quizá el mejor homenaje a Lorca sería trabajar seriamente para convertirlo en símbolo de reconciliación definitiva, algo que, por lo que estamos viendo, no acabó de conseguir la traída y llevada Transición. Ahí siguen vivas la herida y la memoria. Y la Justicia no aparece redonda, tiene aristas. Ojalá el poeta obre su último milagro.