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León

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OBAMA terminó su primer discurso tras haber ganado las elecciones con dos deseos: «Dios os bendiga, Dios bendiga a América». Mccain expresó alto y claro: «Que Dios acompañe a mi presidente». Ambos pronunciaron discursos de gran calado ético y ejemplaridad. Los estadounidenses creen en el milagro del esfuerzo, y -por tanto- en la recompensa. «Sí, nosotros podemos», ha sido el exitoso lema demócrata, quizá inspirado en un famoso cartel de la II Guerra Mundial, «Nosotros podemos hacerlo» (we can do it), en el que una americana le enseñaba bíceps al enemigo. Más allá de los excesos escénicos de la política norteamericana, de un culto al liderazgo personal, que a nosotros nos resulta desmesurado, pueden darnos no pocas lecciones de democracia. Una vez conocidos los resultados, Obama y Mccain se dirigieron mutuas palabras de alabanza, sin esos peros añadidos con los que los políticos españoles tienden a matizar cualquier reconocimiento al rival, en el caso extraordinario de dárselo. Dos discursos impregnados de idealismo y de voluntad de cooperación, que chocan con la incapacidad de la mayoría de nuestros líderes para ir más allá del «y tú más», incluso en esta crisis económica en los que los partidos deberían aunar esfuerzos en beneficio del interés mayoritario, para así transmitir esperanza y liderar la búsqueda de soluciones, que además es su obligación. Nuestra democracia vive atrapada en el sarcasmo faltoso, se prefiere competir en la cómoda tercera división de las emociones primarias. El nefasto Bush regresará a sus negocios petrolíferos, de los que realmente nunca se había apartado, mientras Obama tiene ahora ante sí un reto épico, en un país que aún cree en la épica. La mayoría de nuestros políticos se conforman con lo peor del género chico.

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