EN EL FILO
Propósito de enmienda
EL ESPECTÁCULO que hemos vivido en los últimos días a cuenta de la idea de colgar una placa en el Congreso de los Diputados en honor de Santa Maravillas de Jesús ha sido para realmente para nota. Defensores y detractores de esta iniciativa han esgrimido durante estos días todo tipo de argumentos elevados para defender sus tesis. Quizás se haya olvidado uno, muy práctico siempre en estos casos, y es aquel que nos lleva por la senda del sentido común. Si las monjas de la congregación que fundó la santa hubieran descubierto en el Registro que en el solar en donde fundó su primer convento había nacido, por poner un caso, Santiago Carrillo, me cuesta pensar que alguna de ellas hubiera llamado a capítulo a sus compañeras para plantear la feliz idea de inmortalizar el natalicio con una placa en el refectorio. Y si así hubiera sido, no me cuesta imaginar que la habrían enviado a la cama con una tisana para calmar los ánimos. Y seguramente las madres no tengan nada sustancial contra el venerable político, o sí, el caso es que el recuerdo de Carrillo en un convento de monjas no pega ni con cola. El Congreso de los Diputados no alberga muchas placas que recuerden acontecimientos u honren a sus protagonistas. Y si de aquí en adelante se instalase alguna, convendría tener bien tasados los méritos que la justificasen. El sentido común indicaría que entre ellos y por encima de otros tendría que estar la vinculación del homenajeado con la vida parlamentaria o su contribución a la democracia en nuestro país. Y entre las múltiples virtudes de la santa poco mérito parece haber nacido en una casa sobre cuyo solar se edificó después el Parlamento. De hecho algún cura se recuerda en el hemiciclo, pero monjas, ninguna. Así que si el perdón de los pecados está también ligado al propósito de enmienda, convendría que los diputados que han tenido la virtud de corregir su error en tan poco tiempo tengan ahora la iniciativa de poner negro sobre blanco las condiciones exigibles para futuros homenajes. Para evitar también el ridículo propio y la vergüenza ajena que nos produce a los ciudadanos contemplar a nuestros representantes políticos ocupados en debates tan absurdos en tiempos como los que estamos viviendo. Eso sí que sería un milagro.