CRÓNICAS BERCIANAS
La Transición
EMILIA GIRÓN, la hermana del famoso León de La Cabrera, el guerrillero berciano Manuel Girón, murió el pasado año sin haber conocido a su segundo hijo. A Emilia, que vivió durante algunos años en la residencia de ancianos de Bembibre, le quitaron al niño que había dado a luz en un hospital de Salamanca diciéndole que iban a bautizarlo. Le quería poner Jesús, pero nunca volvió a saber de él. Puede que el caso de Emilia Girón, por ser hermana de quién fue, -una leyenda del monte que trajo en jaque a las fuerzas del régimen de Franco durante la posguerra- sea el más conocido de madres represaliadas que no volvieron a ver a sus hijos. Pero está lejos de ser el único. Mujeres presas tuvieron a sus niños entre rejas para que las autoridades se los quitaron de recién nacidos y los entregaran en adopción. Parece que estemos hablando de Argentina, de las madres de la plaza de Mayo, pero es España. Sucedió aquí. Un juez español que hace unos años quiso encarcelar a Pinochet, el dictador chileno, y que desde entonces suena en algunos círculos como candidato al premio Nobel de la Paz debido a la revolución jurídica que provocó, se ha atrevido en las últimas semanas a afrontar una asignatura pendiente de nuestra democracia. Ochenta años después de la Guerra Civil, España sigue salpicada de fosas comunes, se desconoce el paradero de miles de desaparecidos, y el juez Baltasar Garzón debió de pensar que antes de limpiar la casa de los demás habría que haber puesto orden en la propia. Su intento de encuadrar la represión de Franco dentro de los crímenes contra la humanidad y su denuncia de la Ley de Amnistía ha vuelto a provocar un alboroto monumental, y aunque el asunto esté ahora en manos de los juzgados territoriales -sólo en el Bierzo hay 19 fosas localizadas- nos ha enfrentando a todos los españoles con el fantasma de nuestra transición a la democracia, un proceso sacralizado durante años que nadie se atrevía a criticar. En nombre de la reconciliación, se concedió impunidad. Y quizá sea cierto que en 1977, con el ruido de sables en los cuarteles -y el golpe de Tejero fue la mejor prueba de ello- la sociedad española no tuviera otra opción para consolidar la democracia. Durante años, la Transición, con mayúsculas, se vendió en el mundo como modelo político. Y se elogió a sus impulsores como hombres de Estado. Lo fueron. Pero su obra no fue perfecta. No podía serlo si todavía había miles de personas con miedo, conviviendo con los verdugos de sus padres, de sus maridos después de cuarenta años de silencio. Lo mínimo que puede hacer ahora este país es sacar los cuerpos de sus familiares de las cunetas, algo que una década después de que la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica comenzara a hacer en el Bierzo lo que no deja de ser una tarea del Estado, todavía se considera en determinados ámbitos como una forma de reabrir las heridas de la guerra en lugar de cerrarlas. Una democracia no se puede construir sobre la impunidad. Y si la frase vale para la Argentina de los generales y para el Chile de Pinochet, también debe servir para la España de Franco. La Transición no ha acabado.