Diario de León
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EN PRINCIPIO, no se puede poner en entredicho que la actividad cultural capitalina leonesa no se haya multiplicado últimamente. Exposiciones, conferencias, conciertos instrumentales y corales, ópera y teatro de vez en cuando, etc. son ofertas que se dan práctica y cotidianamente en las salas leonesas. Ocurre que algunos días hay dos o más actos culturales a la misma hora, y como a la gente común y sencilla no se nos ha dado entre los dones otorgados por el divino hacedor el de la ubicuidad, hemos de desechar el que desde nuestra óptica concita menos interés. Ya se da en León aquello que se decía en Salamanca hace unas décadas: «O das una conferencia, o te la dan». Convendría establecer, pues, una especie de oficina de coordinación para evitar coincidencias. Pero luego vas a comprar las Rapsodias Rumanas de Enescu a cualesquiera de las tiendas del ramo y la dependienta, monísima y superatildada ella, te observa con mirada bovina y conmiserativa como si fueses un pobre descarriado del ortodoxo camino musical y te espeta: -”Teniendo a mano El Canto del Loco y anda usted con esas extravagancias, ¡Jesús, que ordinariez!

¿Este despliegue generoso de cultura es proporcional al nivel cultural existente entre el Bernesga y el Torío? ¿Se trata de una rutina o simple fachada, de hacer por hacer para que digan o de gastar unos dineros que sobran o de difícil justificación? ¿Su motivación estriba en un verdadero compromiso y participación del ciudadano como demandante? En otras palabras, ¿la oferta cultural es pertinente o desproporcionada en virtud de la demanda?

La víspera de Santa Cecilia había filandón, o reunión nocturna de hilanderos literarios, a las ocho frente al Emperador, a cargo de los tres mosqueteros de la narrativa cazurra del momento: Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo y José María Merino. Como el acto lo merecía, me desligué de la galbana del sofá y el «pasa palabra» y allá me fui dispuesto a llenar los sentidos de buen decir y mejor escuchar. Fue inútil. Pese a llegar con tiempo por delante, la sala estaba abarrotada de paisanos y paisanas ataviados con sus mejores galas. Y yo con mi torpe aliño indumentario, que dijo el poeta. Llegaron los políticos y las puertas se cerraron definitivamente. Por lo que, una de dos: ¿aprovecho la bonanza de este veranillo de San Martín y la remato con una patatas en Casa Blas o, en su defecto, regreso a darme un baño de parchís con la suegra antes de una cena frugal y convivencia con las sábanas? Mientras debato por el camino las opciones en la molondra, acierto a pasar por una librería céntrica para ver las últimas novedades editoriales. Sobre los libros erguidos o en decúbito supino un gran cartel publicitario: «Después de Delibes, no hay proso más preciso, elegante y pura que el de Luis Mateo Díez». Firmado,

. Sí, señores, tal cual lo trascribo, no me equivoco ni en una sola coma. No obstante, es verdad que hube de refregarme los ojos una y otra vez para asegurar no ser cautivo de alucinaciones. La edad va haciendo ya su mella. Una batería de preguntas se desprenden de inmediato de esta desfachatez lingüística. ¿Es así que, efectivamente, está redactada la frase en el periódico catalán, y se reproduce tal cual para su vergüenza y oprobio? ¿Se trata de un error de trascripción ajeno al rotativo? ¿Es el «proso» error deliberado para llamar más la atención e intensificar de este modo la publicidad de un libro? ¿Cómo le habrá sentado al autor de

La fuente de la edad

y académico de la Real de la Lengua verse envuelto en tal desaguisado?

En cualquier caso, este es un ejemplo más, y ya son muchos, del vicio actual, al menos yo lo percibo así, de atentar contra las formas. El desinterés y poco esmero parecen ser la retórica del momento. Un cierto regusto por el mal hablar y escribir, por el descuido, por el qué más da, cuando no por la expresión favorita y soez del «que te cagas o la has cagao», parece ir más allá de la expresión coloquial y convertirse en uso habitual y deliberado, rompiendo con normas y códigos hasta la defecación. Ya no son sólo «genialidades» como los del eminente y defenestrado Bush, con perogrulladas del estilo: «La mayoría de nuestras importaciones vienen de fuera del país»; o esta otra perla: «Si no tenemos éxito, corremos el peligro de fracasar»; o la aparecida hace breves semanas en un periódico local: «El futuro de Lagunair está en el aire»; o, por último, la que cuenta Lázaro Carreter de aquel hispanista holandés, que muy seguro de dominar la lengua de Cervantes, le espetó nada más bajar del avión: «Aquí estoy de golpe y porrazo». La cosa me temo que no va tan alto pero sí más lejos. Y los que aún defendemos que formas y estilos cumplen un papel muy importante para el buen éxito de los contenidos, estamos ya en el desván de los cachivaches o achiperres, expuestos a ser raros especímenes de una fauna retrógrada y casi ya desconocida. Pregúntenle a los militares si la instrucción del izquierda, derecha o media vuelta valen o no para algo más que para dar estúpidas vueltas sobre uno mismo. Ya sé, ya sé, no se me incomoden, que decir «proso» o «prosa» no ataca ni a la ley de dependencia ni a la de la recuperación de la memoria histórica ni a la moral ni a las buenas costumbres. Y que también el hecho es irrelevante y no tiene ninguna repercusión sobre la salud o el dinero, las máximas preocupaciones de nuestra modélica y envidiada civilización occidental. Pero al mismo tiempo hay que decir que la ruptura de las normas de convivencia lingüísticas y la opción por lo feo como meras opciones para reclamo y notoriedad no conducen nada más que a un mundo más degradado, tal vez tan respetable como otros, pero que ya no es el mío.

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