Diario de León
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León

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TUVE UN SUEÑO raro: que casi todos los habitantes de la provincia de León eran escritores. Cientos de miles de narradores y poetas; decenas de miles de ensayistas; miles de columnistas; cientos de dramaturgos; decenas de hombres que escribían en cuaderna vía. Y siete mujeres justas que solo se dedicaban a la copla manriqueña.

Era el paroxismo de la palabra escrita. Pero había algunas personas que no escribían, ya lo anuncié. Muy pocas. En realidad, solo cuarenta. Estas personas vivían esparcidas, libremente solas. Había una mujer, por ejemplo, que era de Riaño -“el viejo- y que residía en Riaño -“el nuevo-. Esta señora no escribía; y los vecinos la miraban con extrañeza, también con respeto. Un hombre de Castrocalbón tampoco escribía. Un burócrata de Villafranca nunca había escrito nada que no fueran papeles de su oficina. Un pastor de Cea había dejado de componer versos. Una pantalonera de Coyanza ni siquiera leía. Y un peluquero de Cistierna, tampoco.

Soñé que los que no escribían empezaron a ser jaleados, elegidos, buscados, enaltecidos. Los llevaban por las aulas universitarias, por los institutos, por las casas de la cultura. Iban y hablaban, explicaban cómo era que no escribían. Les hacían preguntas, les aplaudían mucho. Un ganadero de Cabrillanes fue homenajeado hasta las lágrimas en la Facultad de Filología de la ULE. Un hombre honrado y analfabeto de Omaña fue nombrado hijo predilecto de la provincia. Y una mujer llamada Celia Cesto, de Boñar, dio nombre a sendas calles en Sahagún y en Balouta.

Tantos escritores producían mucha vida literaria. Y poca literatura, es curioso. Había premios en todas las aldeas, con jurados corruptos, por lo general. Hombres que hacían loas de los jurados en vísperas de los fallos, también había. Muchos mozos y mozas se acostaban con miembros de los tribunales para ver si así ganaban esos premios. Y solía funcionar el sistema. Había luchas verbales por campos y riberas, por bosques y collados, por fuertes y fronteras. También cosas sórdidas, mucha vanidad desatada. Narradores de la Cepeda dirimieron a tiros una prelación. Lo mismo hizo una leva de sonetistas del Gistredo.

Tipos foráneos, muchos de ellos bonaerenses, se ganaban la vida inventando y amueblando currículos hueros, de tantos escritores que querían triunfar y llegar a lo más alto; a lo mucho más alto, todavía.

Narradores del noroeste, invadidos de falampos y nieblas, anegados en vacas y ruecas, llorosos de abuelas añoradas y de recetas culinarias de bisabuelas remotas, predicaban la revolución étnica, e iban ufanos por los infinitos encuentros literarios organizando aquelarres y algarabías. Y criticaban con saña a los escritores que preferían leer a colegas de América o París.

El sueño decía que en Astorga se celebró un congreso masivo al que acudieron setenta mil cuentistas, y por encima de los diez mil hacedores de microrrelatos. Todos leoneses. Hubo fiestas enormes, la gente inventaba ficciones por las calles; había virtuosos que escribían epopeyas de cinco mil versos cada día. Y todos los niños eran poetas, naturalmente.

Unos días después, La Bañeza se convirtió en la Meca de las metáforas, de las lunas y los toros, a través de la voz de treinta y ocho mil poetas de la zona llana de la provincia; que los de la montaña se congregaron en Pola de Gordón, ataviados de leoneses del siglo XI.

El sueño ya se desvanecía, pero aún llegué a tiempo de vislumbrar a los ciento cuarenta mil bercianos vestidos de gaiteros, incluso los bebés, cantando «A Ponferrada me voy». Todo era emoción y alegría, y unos hombres que venían con cajas de libros comarcales, y algún resquemor al fondo: decían que la envidia crecía. O no sé si ya el odio. Bueno, el odio no, más bien la risa. Y el ego. Ése no faltaba nunca.

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