Diario de León
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ESPAÑA es uno de los países más envejecidos de Europa, una realidad que deja mucho que desear, pues habla de un fallo en nuestro sistema que obliga a una reflexión necesaria. Castilla y León, nuestra provincia especialmente, superan una media estremecedora por culpa del desinterés de más de dos décadas que ha provocado una huída de jóvenes a la caza de un futuro que se les escapa en estas tierras.

Aquí sólo restan los osos, ciervos, corzos y urogallos de la reserva feudal de la montaña, donde pasan los de fuera el fin de semana porque esto es vida, y unas ciudades cada vez más apretadas de gentes mientras en los pueblos resisten cual jabatos nuestros mayores.

Según los expertos en demografía, allá para el 2050 nuestro país tendrá el amargo privilegio de convertirse en el más anciano del mundo. A este paso más que mejorar las condiciones de los pobres bancos, de los mendigos ejecutivos de a quilate la hora, de esas gentes que mal sobreviven con sueldazos de seis cifras a los que la crisis afecta amargamente, tal vez haya llegado el momento de reivindicar desde el pueblo y con el poder del pueblo un cambio social que vele por jóvenes y ancianos. Una transformación que estos días navideños clama a gritos por hacerse presente en forma de más residencias públicas para nuestros mayores, de un aumento de los centros de día, de las ayudas a domicilio o de una radical modificación de los hábitos y costumbres de esos hijos y nietos que consideran que una llamada el 24 de diciembre a eso de las doce es más que suficiente para calmar una conciencia que agoniza entre sus neuronas acomodaticias.

Estas dos semanas próximas por las páginas de los periódicos aparecerán de rondones relatos como el de María, viuda de un archivero de la Armada, que con sus ochenta y cinco años sobrevive con una pensión reducida, una casa de alquiler que le lleva casi toda la paga y tres hijos que ni la visitan ni la quieren ver. A ella, al menos, el gobierno le ha concedido una ayuda a domicilio, pues ya no puede cocinar por sí sola, y también teleasistencia. A esta cruda realidad se sumarán las frías cifras del incremento de llamadas al Teléfono de la Esperanza por parte de aquellos que no escuchan otra voz más a lo largo de un día tan especial. Epidemia silenciosa, esta de la soledad, peste de nuestro tiempo que lleva a no pocos ancianos al suicidio, con una media de más de mil muertes al año.

Demasiado hedonistas y concentrados en nuestro propio ombligo, el despliegue social y el oropel de estas jornadas navideñas nos ocupará en mostrar a la parentela política lo poco que nos afecta la crisis. Mientras, en algún pueblo de esta provincia, el güelu al que nadie ha invitado a la celebración porque molesta, recordará, entre lágrimas, aquellas últimas navidades en las que no estuvo solo al tiempo que enciende la estufa de gas y se refugia en el calor de la manta antes de dormirse después de una cena frugal. Feliz Navidad a todos, especialmente a nuestros mayores. Y no olviden el resto que lo más importante es el corazón.

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