Una de indios
HACE MUCHAS lunas, en 1887, un periodista llamado Henry A. Smith publicaba en el
una lección de los males de su tiempo resumida en la visión de un jefe indio, el anciano Cacique Seattle, cuando le presentaron al gobernador Stevens, comisionado de asuntos indígenas del territorio de Washington.
Cuenta Smith que el piel roja mostraba un magnífico porte tan noble como el más cultivado jefe militar europeo, que gobernaba a los suyos con bondad, inteligencia y ese saber del alma inmensa que basta de una mirada para comprender una eternidad. Al escuchar las mentiras del Hombre Blanco, el Cacique Seattle comenzó a hablar. Sabía que sus palabras serían el último estertor de libertad de un gran pueblo sometido por el peso de los poderosos que crucificaban su tierra sagrada.
Si el indio hubiera vivido en León, en las verdes praderas de la montaña sagrada, he aquí lo que, actualizado a nuestro tiempo, hubiera espetado al que negocia la muerte de nuestra montaña en pro de la Sama-Velilla: «el blanco nos dice que el Gran Cacique Pucela nos envía saludos de amistad y buena voluntad. Esto es gentil de su parte, pues sabemos que tiene poca necesidad de nuestra amistad a cambio, ya que nuestras gentes son pocas. Nos manda decir que quiere tierras nuestras, pero que desea permitirnos la suficiente para que podamos vivir confortablemente y la oferta podría ser sabia, también, pues ya no necesitamos un país tan extenso, aunque hubo un tiempo en el que nuestro pueblo cubría la tierra como las ondas del mar rizado. Ahora la grandeza de la tribu no pasa de un recuerdo luctuoso. No haré reproches a mis mayores, ni lamentaré nuestra decadencia, también nos cabe parte de culpa cuando nuestros jóvenes se enfurecieron por una injusticia real y desfiguraron sus rostros con la pintura negra de guerra ante la presión del hombre blanco que nos expulsa de nuestras praderas. Ahora nuestros bravos se han ido, han muerto, o han fumado la pipa de la paz con Gran Jefe Pucela. Tenemos todo para perder y nada para ganar.
Vuestro Gran Cacique nos parece parcial. Odia nuestra diferencia. La noche del indio promete oscura, así que importa poquito vuestra Sama-Velilla o en qué reserva nos encerraréis el resto de nuestras vidas. Una lágrima, una mortaja, un funeral una oración llevará el viento por cada colina, valle, llanura y arboleda que un día reverenciara mi pueblo. Y cuando el último piel roja desaparezca y la historia de su pueblo se convierta en mito, el hombre blanco enseñará nuestras tumbas en sus documentales y hablará de nuestra tribu en sus libros. Nadie quedará para alzar nuestra voz, salvo los muertos y la naturaleza, pero aún ella será cambiada por el blanco a pesar de que la tierra tiene alma y la vida es sagrada, que la naturaleza está en nosotros y nosotros somos ella. Os acatamos, pero no creemos, porque el Hombre Blanco habla con lengua de serpiente».
El gobernador enmudeció ante la grandeza del indio, ante su verdad. Alzó la mirada. En la lejanía ya comenzaban a construirse las torres de alta tensión-¦