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León

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ES MARTES de nieve y, al lado de los vespertinos leños ardientes, todo invita al viaje introspectivo. El pensamiento anda urgiéndome a la reflexión. Quiere vomitar su empalago con las maldades de la cosa pública, esa selva inacabable en la que sobrevivir con dignidad solo se conjuga desde la paciencia, cuando no desde la utopía. A estas alturas de cualquier calendario, cuestionar las bondades de la democracia resultaría el atrevimiento intelectual más sacrílego de todos los posibles. La alumbraron los griegos para bien de los esclavos, y los siglos han acabado dibujando un formato que, asociado al pluralismo y la tolerancia, se ha convertido en el sistema menos malo donde habitar. A pesar de todo, no resulta difícil sucumbir a las gravísimas imperfecciones inherentes a este sistema de gobierno, plagado de mentirosos tópicos en el capítulo de los deberes, y de demagógicos postulados en el voluntarismo de los derechos.

Las administraciones son menos permeables a las corruptelas y a las mordidas, en función de su fortaleza. Así la Aadministración central y la autonómica, disponen de una musculatura humana y normativa que hace más agrio, nunca imposible, el camino del «pecado». Los amplios grupos de oposición y el desarrollo legislativo y reglamentario, se constituyen como potentes instrumentos de fiscalización que evitan ejecutar las tentaciones que rondan al poder, o detectan, en el peor de los casos, las tropelías consumadas. Las administraciones locales, muy cercanas a las necesidades más inmediatas de los ciudadanos, históricamente deficitarias, y asomadas al balcón del crecimiento especulativo urbanístico o empresarial, constituyen, sin duda, el marco ideal para poner el cazo, recibir la astilla o apañar la mordida. Las hemerotecas custodian interminables episodios de megalomanía compulsiva, protagonizados por «servidores» de todo signo político, elegidos democráticamente para hacernos la vida menos dura. Hay que joderse.

Pero no se puede despreciar el escalón administrativo de gestión pública, de rango inmediatamente inferior a la administración municipal, cual es la administración de las pedanías (entidades locales de ámbito inferioral municipio). Si bien, en la mayoría de los casos, no disponen de capacidad decisoria en el terreno urbanístico, ostentan poder de disposición del patrimonio del pueblo, gestionan cotos de caza, grandes masas forestales, bienes de titularidad vecinal, cuentas públicas, tasas, obras propias o delegadas. Firman autorizaciones de uso, operaciones de crédito y enajenación, etcétera. En este sentido, la Junta de Castilla y León cometió una perrería política de imposible digestión e irreparable daño: extinguir los concejos (órganos ancestrales de probada eficacia y transparencia) y parir las juntas vecinales, autocracias locales de imposible control, que hacen y deshacen a su antojo, y que se constituyen por un sistema aproporcional de votos, en un ejercicio de insulto democrático a los electores. Cambiaron un sistema plebiscitario de participación y decisión, por un órgano unipartidista que facilita el oscurantismo y la corruptela de forma palmaria. En algunas juntas vecinales, ricas en posibilidades de crecimiento sostenido y sostenible (bosques, caza, energías eólica o solar, etcétera), han recalado advenedizos de contrastada falta de escrúpulos para instalarse en la malversación y en el cohecho, figuras de muy difícil persecución penal, dada la enorme dificultad de la actividad probatoria, pues ni jueces, ni fiscales, ni abogados, ni peritos, logran habitualmente constituir acuerdo sobre el valor de las pruebas que se puedan aportar. Es toda una miel sobre hojuelas, un chollo para abundantes vividores, sustitutos de lo que fue la voz del pueblo sabio, aquel que en los aledaños de la iglesia, alzaba la mano para votar, después de un abierto debate en el que nunca faltaba la opinión experta y ponderada.

Para mayor fatiga, nuestros pueblos se mueren de soledad y de abandono político. No interesan, no dan votos, no dan puestos de trabajo; caminan hacia la nada, mientras los visitantes ocasionales pasean sus veranos observando las reliquias de arruga de lo pocos viejos de abolengo que aún nos quedan. Miran nuestros sillares de piedra, caminan nuestras callejuelas más señaladas, tiran cuatro fotos, y se van.

En cualquier mentidero, jurídico o no, se sabe que las penas por una « inteligente corrupción», se acercan a la gratuidad. Solo los casos de especial glotonería y continuidad, unidos a la manida «alarma social», acaban con los codiciosos en el trullo: estancias cortas, terceros grados, y a venderlo a precio de oro al magazzine mejor postor.

Cualquier alabanza es corta para felicitar el despliegue garantista de nuestro sistema legal, pero nos sorprende con demasiada frecuencia esa inocencia juzgadora que limita con la virginidad, abofeteando con saña el sentido común de la masa social.

Para aliñar tantos espacios de galbana punitiva contamos con el concurso inefable de un sistema judicial aquejado de reumatismo crónico, sin medios, sin coordinación, e inmerso en un bajísimo nivel de autoestima corportativa (como se desprende de las encuestas internas de su órgano de gobierno ), que lo convierten en una institución de patética imagen y mínimo crédito popular.

En China, si pillas del común, te cuelgan. En Arabia, te cortan la mano. En África hay más carta: lapidación, fusilamiento, parrilla , linchamiento e, incluso la más incruenta y «civilizada» inyección letal. Y eso que los infractores cuentan, casi siempre, con la eximente no escrita del hambre y la miseria. Es obvio que, muy lejos de postular, describo. El remedio es algo bestia. Pero, de vuelta a España, poner el cazo está de saldo, resulta barato, cuando no da beneficio. El dinero nunca aparece, se esfuma, se marcha de vacación eterna a un banco sin nombre de un país sin geografía, a un agujero de Putiferiolandia, lejos del más sofisticado olfato policial y judicial.

Y es que la

es un deporte nacional. Muchos son lo que muerden y muchos los que, por no poder morder, sufren despecho. Despecho de no estar cerca de la teta fácil que supone el «sobre» previo a todo: a la adjudicación de una obra o de un abastecimiento, a una licencia, a una firma indispensable, a una gestión imposible, a un silencio fraudulento, a una ceguera cómplice. El sobre es una cultura instalada alrededor del consumo y de la administración publica y privada, vive en las empresas de servicios y en los despachos oficiales, lo camina todo, haciendo dóciles las voluntades y rebosantes los bolsillos. El sobre necesita dos codicias, la de quien ofrece y la de quien recibe, en una especie de matrimonio de conveniencia, con estrechísimo margen de infidelidad. Y no se trata de esgrimir ese tremendismo febril al que solemos recurrir los ultracabreados. No. Es pura observación de campo, cercana y obstinada. Estas movidas visten a muchos y andan por el dominio público preñadas de verdad. Pero faltan «héroes» que hagan cola en los juzgados para demandar justicia. Porque no hay fe en ella, porque el charco procesal suele ser infinito y movedizo, porque los recursos y las triquiñuelas manosean las sentencias y porque, cuando el fallo es firme, hemos podido cambiar de siglo. Tiempos de decadencia moral y de flacidez ética. Es lo que viven y beben nuestros hijos en este barrizal de trepadores que se arrodillan delante de un billete y, si la ocasión lo requiere, delante de un buen pene. Vaya fauna.