TRIBUNA | JOSÉ LUIS GAVILANES LASO
La desventura de la Historia
LA REVISTA La Aventura de la Historia viene publicando como suplemento a sus números mensuales, unos números especiales sobre cada una de las comunidades autónomas, bajo el título Así se hizo España . No sé si por su mayor extensión como región u otra razón, el caso es que se otorgó a la llamada Comunidad de Castilla y León -"varias veces estatuida pero aún no constitucionalizada-" la deferencia de inaugurar una colección que va ya por la octava entrega.
A la vez que nuestros «orígenes» comunitarios están en Atapuerca y nuestro «sentimiento patriótico» en Villalar, algunos historiadores no tienen empacho en afirmar que en 1230 los reinos de Castilla y León «se fundieron en la corona de Castilla», aunque el boato ceremonial de coronación del soberano Fernando III, que por la gracia de Dios y desgracia de León lo consagraba, tuviese lugar bajo las bóvedas de la «pulchra leonina». O sea, que el reino (e incluso imperio) leonés desaparecía como por encanto, arte de prestidigitación u opa hostil, después de más de tres siglos de historia autonómica. Consecuentemente, en una encuesta realizada por la citada revista a cien profesores de distintos departamentos de historia de las cuatro universidades de Castilla y León -"se dice e ilustra en su página 46-", los cinco personajes más relevantes de la comunidad autónoma han sido: Isabel la Católica, Rodrigo Díaz de Vivar, Santa Teresa de Jesús, Fernán González y Alfonso X el Sabio; quedaron fuera muy cerca del podio, Fernando III, Padilla, Bravo, Maldonado y, para que la cosa tuviese cierta contemporaneidad, el bueno de Adolfo Suárez. Ningún leonés entre los elegidos. No somos nadie. Y uno se pregunta, ¿por qué cinco y no tres, siete o doce?; y ¿por qué en el quinteto dos personajes mitad legendarios, fruto sobre todo de sendos poemas épicos: un guerrero mercenario como el Cid Campeador, y un traidor a su rey como el primer titular del condado de Castilla, ambos absolutamente leonófobos? Pero lo que me ha dejado más flácido y movedizo que un implante de silicona, es la selección de los «monumentos artísticos» más relevantes de la Comunidad, recogida en la misma encuesta y con la misma arbitrariedad contable. Como cabía esperar después de la curiosa selección onomástica, en León no estamos artísticamente por encima de nada, salvo en el arte de horadar y postear en el subsuelo. Pues, los monumentos elegidos son, por este orden: la catedral de Burgos, el acueducto de Segovia, las murallas de Ávila, la Plaza Mayor de Salamanca y Las Médulas de León. Afortunadísima y precisa la selección, aunque a los leoneses nos duela. Me explico. Conservamos, aunque un tanto maltrechos en algunos tramos, importantes lienzos de muralla; pero ¿cómo competir con las de Ávila? Nos unen al pasado romano multitud de vestigios pétreos; pero ¿tenemos, acaso, un acueducto como el de Segovia? Claro que contamos con una universidad en León; pero un rey leonés la fundó primero en Salamanca hace más de ochocientos años, con la facultad de curar humanos y no animales irracionales, como la que se estableció aquí en el Paseo de Papalaguinda. Hemos tenido reyes, fueros y leyes; pero Valladolid fue con posterioridad sede y corte nacional cuando España dominaba el mundo. Tenemos una hermosa catedral, «que sonríe constantemente sobre la ciudad con su talle gentil de mocita mañanera»; pero, ¡qué se le va hacer!, la de Burgos es más rica y suntuosa, «una de las grandes joyas del gótico internacional». A nuestra ciudad la «bañan» dos ríos y surcan nuestras tierras otro buen número de ellos; pero todos son feudatarios del padre Duero que, a su paso por Zamora, proclama «que todas las aguas llevo». Sin embargo, ¿cómo se iba a dejar en este registro monumental a León «in puris naturalibus», esto es, sin ningún realce artístico, cuando tenemos auténticas joyas del románico, gótico, plateresco y hasta neogótico-modernista con Gaudí? Para no dejarnos horros de gloria, los doctos profesores fueron a encontrar nuestro «monumento artístico», no en vetustas y señeras piedras sobre la superficie del planeta, sino bajo tierra. Al menos en lo monumental nos ha tocado la pedrea, que en cuanto a los prohombres y prohembras, como hemos visto. ni siquiera el reintegro.
Pero el ninguneo ya venía de antaño. Miguel de Unamuno visitó León por quinta vez en Julio de 1913. Así lo dejó escrito en el libro Andanzas y visiones españolas . Esta es la aseveración del maestro: «Y tan íntima y fuerte fue la unión de ambos reinos, que los leoneses no tienen empacho alguno en llamarse y dejarse llamar castellanos». Al anacronismo de anteponer Castilla a León en los enunciados, se imponía en el autor de La tía Tula el ayuntamiento -"o absorción-" de dos en uno; o sea, una Castilla que, además de engullir territorios y lenguas ibéricas (a punto estuvo de hacerlo incluso con el portugués), devino por sí sola España. Porque, a la vez que se fundía o confundía en su nombre lo leonés y lo castellano, Castilla se arrogaba como cuna y centro espiritual de España. Y el vasco periférico Unamuno convertíase en el portaestandarte más exaltado de todos los filocastellanos. Me imagino que don Miguel -"magnífico escritor y eximio ególatra-" diría cosa muy distinta si Dios le hubiera concedido el milagro de sobrevivir al advenimiento de la «bienaventurada» y nada ponderada Comunidad de Castilla y León. Le habría ocurrido algo parecido a lo que le sucedió con el alzamiento de 1936. Aceptolo al comienzo como bienaventurada llegada del orden frente al desorden republicano; pero luego, ante la verdadera faz criminosa y asesina del golpe militar, se hizo apartadizo y amargo hasta la muerte bajo la célebre frase «venceréis pero no convenceréis».
Ahora bien, en esta especie de balance anual de un año recién inhumado en la sepultura de la Historia, además de la indolencia y desarraigo de lo propio, la cualidad esencial del «homo cazurricoide» es la ingratitud. Gracias al injustamente denostado Rodolfo Martín Villa, el nombre de nuestra comunidad autónoma conlleva como apéndice, aunque no le sirva de mucho, el nombre de León, que tras lo visto ya estaba prácticamente extirpado e ingurgitado por los conspicuos partidarios de la consubstancialidad castellanoleonesa. Desventurados aquellos que tienen lo que por su abulia y desgana justamente se merecen. Si levantasen la cabeza de su noble tumba nuestros insignes guerreros Ordoños, Ramiros, Alfonsos, Fernandos y Guzmanes, la volverían consternados a su almohada exclamando: «Para este burro no se hubiesen necesitado alforjas».