EL BAILE DEL AHORCADO | CRISTINA FANJUL
Dios
SE LLAMABA Agustina y había llegado a casa de mi bisabuela cargando sólo con la dignidad limpia de su pobreza. Sus padres eran labriegos castellanos; trabajaban tanto -”me decía-” que no tenían tiempo ni de mirar el cielo», tanto que sus días no tenían siquiera la tregua de la luna. Así que el azar decidió que fuera ella la expulsada del paraíso de la infancia y, con apenas doce años, comenzó a servir. Supongo que de ahí llega esa palabra terrible, criada, porque Agus era una niña y recibía comida y abrigo, y un jornal que enviaba a sus padres, a cambio de un trabajo que rompía sus manos infantiles. Me acuerdo de ellas. Eran como las raíces oscuras de la tierra: duras, grandes y retorcidas por la artrosis. Esas manos que deshicieron su propia niñez fueron las que me guiaron a través de la mía. No soy capaz de imaginar sus terrores infantiles, pero aún veo la inocencia con la que siempre asomaba sus ojos al mundo, demostrando que el frío y la miseria no habían logrado apagarlos. Leía y escribía con dificultad, pero tenía una visión serena y casi astral de la vida. Vivió la suya a través de la nuestra y un día, con el cáncer pegado a las paredes de su cuerpo, dejó de pensar en nosotros y encaró su nueva aflicción. «Yo me hago la valiente, pero tengo mucho miedo...», me dijo dos meses antes de morir. Luego leí a Ángel González decir que sólo los valientes pueden vivir muertos de miedo. Y estos días, cuando veo la recomendación nihilista que promocionan algunos autobuses, ya saben, esa que, con determinismo calvinista, nos recomienda disfrutar de la vida obviando a Dios, pienso en ella. Y creo que si Dios realmente no existiera, el sufrimiento de Agus se prolongaría hasta la eternidad.