Diario de León

TRIBUNA | DIEGO ÍÑIGUEZ

Los jueces comuneros

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¿ES POSIBLE un movimiento judicial espontáneo al margen de las asociaciones judiciales?¿Podrá, con o sin huelga, conseguir objetivos concretos antes de verse reducido por la reacción de sus oponentes, la desunión o el mero paso del tiempo? ¿Quién pescará en un río revuelto que recuerda la alegría inicial de los comuneros o los gladiadores de Espartaco? ¿Qué es posible esperar de una crisis que parte de un caso trágico y un expediente disciplinario y ha acabado movilizando a una nueva generación de jueces que se siente representada por sus decanos y juntas, pero no en las asociaciones?

¿Es fatal que se produzca una batalla desigual, sólo porque «cuando la flecha está en el arco, tiene que partir»? ¿O cabe aún que el resultado de preparar la guerra sea una paz que -"con sus insatisfacciones-" acerque el extraño mundo de la política judicial a la realidad de la sociedad española, que asiste perpleja a sus querellas, pero sabe que la mayoría de los jueces trabaja con un compromiso personal por encima de lo exigible?

El malestar de los jueces tiene muchas razones. La generación que ha puesto en marcha con sus correos electrónicos el «movimiento del 8 de octubre» carga con los puestos más duros de la carrera judicial, agobiada por la carga de trabajo, por cumplir con módulos que producen distorsiones, inquieta porque pueda ocurrir en sus juzgados un error con consecuencias como las del juzgado de lo Penal de Sevilla, frustrada por las desigualdades de medios y personal en función de la comunidad autónoma, sujeta a ascensos forzosos que les sobrecargan familiar y económicamente.

Pasados los primeros destinos, muchos comparan su responsabilidad, su carga de trabajo y su retribución con las de los abogados y topan pronto con las limitaciones de su carrera si se mantienen fuera del juego en torno al Consejo General del Poder Judicial. A los magistrados del Tribunal Supremo no les gustó que sólo haya una de ellos en el nuevo Consejo y no lo fuera el presidente y denuncian que el recurso de amparo hace parecer al Tribunal Constitucional el auténticamente supremo. Todos -"salvo, cabe suponer, los beneficiarios del sistema de nombramientos-" sufren por la erosión de su prestigio profesional y social como consecuencia de la acumulación de casos pendientes, del trato en los medios de quienes tienen la mala pata de merecer su atención por un caso difícil y de la impresión de que imparten una justicia «politizada», visto cómo se nombra y cómo suele actuar luego el CGPJ.

Cuando la amargura invade una relación personal, profesional o política, resulta difícil mantener prioridades racionales, no ceder al afán de herir a quien se culpa de los propios males, no darse el gusto de un buen desahogo. Pero las dudas sobre la conveniencia de ir finalmente a la huelga, por el modo en que la presentarían los medios, la explicarían sus contendientes y la entenderían los ciudadanos, están cargadas de sensatez. Es difícil que una huelga (¿de qué duración, con servicios mínimos, de reglamento?) remedie nada, no lo hizo la de funcionarios judiciales. Su amenaza creíble ha hecho relevante el malestar judicial, lo ha puesto en la agenda política, ha despabilado a unas asociaciones que tratan ahora de moderar y encabezar un movimiento que las desprecia, pero no quiere prescindir de sus miembros.

Pero no es fácil torcer el brazo a un gobierno, de cualquier color. Tenían razón, o más sentido político, los jueces partidarios de no plantear reivindicaciones salariales; la tienen los que aconsejan no obcecarse en derribar a un ministro para cobrarse sus descalificaciones. Personalizar un conflicto simplifica la defensa, también del convertido en bastión. Si cae, otro vendrá después. En un país de instituciones débiles y una política tan dependiente de la inmediatez mediática, el ejecutivo es al fin el poder más estructurado, permanente y poderoso.

Además, los objetivos de los comuneros judiciales son todavía confusos. En parte, demasiado abstractos: recuperar independencia y dignidad, acabar con intromisiones y el deterioro de su función; en parte, un desahogo: hasta aquí hemos llegado, convertir al juez de Sevilla en chivo expiatorio ha colmado el vaso. Pero sin fines concretos es tan difícil negarse a una negociación, aun temiendo trampas o dilaciones, como salir de ella con algo. Les falta aún su Espartaco o, mejor, su Juan (y María) Padilla, quizá porque lo esperan de entre los jueces mayores por un reflejo jerárquico, o porque no es fácil que surja de un colectivo de individuos acostumbrados a trabajar solos, agobiados por sacar adelante el juzgado y con una larga experiencia de liderazgos asociativos o corporativos cooptados para la cúpula judicial o la política.

Ensimismados en Torrelobatón, los comuneros no supieron impedir que se reorganizaran las fuerzas imperiales, que les masacraron con la caballería. El fracaso de su primitiva revolución fue, dice Joseph Pérez, una de las causas de la debilidad secular de lo que hoy llamamos sociedad civil, de nuestro deficiente desarrollo social y político. Es mejor que nadie pierda esta guerra, que no llegue a librarse. Que el resultado sea un plan de reorganización confiado a equipos sin rencores viejos, capaces de un análisis racional y compartido de los problemas realmente decisivos de nuestro sistema judicial. Que no son, siendo importantes, la compatibilidad de los medios informáticos, las carencias de los edificios o la defectuosa provisión de los funcionarios, sino la desorganización, la falta de dirección, de claridad en la asignación de funciones, de compromiso con las propias responsabilidades, sea al frente del juzgado o en la secretaría, en los despachos de la calle del Marqués de la Ensenada o en los púlpitos ministeriales. Toda crisis ofrece oportunidades. Para empezar, de maduración.

El paso desde la queja en el café con dos compañeros hasta una lista de correo con 300 ya no tiene vuelta atrás: se ha roto un encantamiento que impedía a los jueces ser activos defendiendo su independencia y los valores que dan sentido a su función, ha escrito uno de los más lúcidos. Será cada vez más difícil que la promoción a presidencias o altas magistraturas, la asignación de cursos o ventajas, se decida -"sin protestas y recursos-" por las relaciones clientelares o personales que describió Agustín Azparren, el «vocal independiente» del Consejo anterior. Será cada vez más frecuente que los órganos contencioso-administrativos analicen el fondo de esos recursos. La mayoría judicial y la presidencia del Consejo han dado una inesperada prueba de autonomía y se han ganado una oportunidad de hacer su trabajo y relacionarse con los demás poderosos con arreglo a su función constitucional. Se ha abierto un proceso interesante, que puede abrir camino a una cultura política judicial mejor y más madura. No es menguada la hazaña de unos jueces que han formado comunidad movidos por la rabia y armados de su correo electrónico.

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