CRÉMER CONTRA CRÉMER | VICTORIANO CRÉMER
Cuando éramos ricos
HUBO un tiempo feliz y dichoso en el cual los españolitos madre, éramos ricos. No digamos que todos los españoles, porque ya por entonces había clases. (Las clases sociales, dijeran lo que quisieran los socialistas emergentes de la época, se dividían en ricos y pobres). Como ahora, pero con notable diferencia. En estos tiempos negros, negrísimos que nos están tocando soportar, los pobres ni se ven siquiera.
En una publicación de papel couché, de las que se editan en Madrid para pasmo de los provincianos, se publican tales reportajes de parados a la espera de la sopa boba, porque el hambre aprieta, que da la impresión de que no existen clases. Pero sí existen y brujulean para convertirse los ricos en más ricos. Los españolitos del cambio, inventaron, aunque débilmente insertarse en el grupo de los ricos-ricos de verdad, como los Estados Unidos o Japón o la Grandísima Bretaña de Gibraltar, y durante unos años declarábamos a todos los vientos que éramos tan ricos como pudiera serlo Italia o la mismísima Francia. Pero no. A los pocos meses comenzamos a descubrir nuestras flaquezas o nuestras insolencias y aceptamos que no éramos tan ricos como alardeábamos y que tendríamos que resignarnos a ser pobres si no queríamos morir de un berrinche nacional.
Y en esas estamos. Las estadísticas que se van descu briendo, a medida que pasa el tiempo, resultan escalofriantes: Por ejemplo, se habla de millones de parados, de los mismos millones convertidos en hambrientos a la cola de los conventillos o de los centros de reparto de sopa y de tikets donde dormir una noche de helada. O sea, nos hemos ido convirtiendo en míseros e infelices a cargo del Estado, que por lo que declaran para eso está. Los ingenieros del hambre, o séase los señores ministros del poder y del dinero, hacen lo que pueden, parece, para aplacar las hambres extendidas por todo el territorio del dominio de la democracia pobre, pero según los técnicos esta pretensión, propia de un país que quiso hacerse el rico de imitación, sin alcanzar los hilvanes, se quedó en ese galimatías que resultan los discursos de Ministros, de Presidentes, de representantes, y demás gente de bien vivir y la descarada declaración de la verdad: «¡Señoras y señores de la Nación del G-20, somos ricos un poco por Sarkozy el gobernante de Europa desde la Francia de la Grandeza, pero a España le falta un hervor»... Y nos conformamos con aquella parábola del rico escrita por monjes: «Era una familia o un estado tan rico que el cocinero de la casa era rico, el jardinero era rico, los pobres eran ricos... Era aquella España feliz y dichosa que formaba colas a la puerta de los conventos para saciar sus hambres...» ¡Joer qué mundo señor Don Pérez de Guzmán! Eso nos ocurre porque contra el vicio de pedir está la virtud de no dar.
«Señor Don José / qué gordo está usted. / Que hacer no estar gordo / si como más que un buey. / Me voy a mi casita / me tomo mi café y digo a la criada / que me arrasque los pies. ¡Joer, así cualquiera!