la opinión del lector
Carta a Julio César Rodrigo de Santiago
Julio, amigo: ausente de tu querido León he recibido la triste noticia de tu marcha que ha sacudido mi ánimo con un escalofrío de infinita pena y ha traspasado mi memoria y mi corazón con el irrestañable dolor de tu pérdida. Bajo el mismo limpio y azul cielo leonés al que se elevan orgullosas las agujas de «tu» Catedral, y en el que se abrió la historia de tu vida, quedó sellado el capítulo de la misma al romperse ese corazón que tanto había querido a la tierra que le vio nacer. Y ha sido este epílogo, amigo, en este invierno leonés de los crueles fríos, de los hielos y los chupiteles, como antaño, que añorabas y, que con frecuencia recordabas en tus conversaciones, como estampas escondidas en el baúl de los recuerdos de tu infancia. Quizás, en tus últimos momentos, en el mismo escenario de tus orígenes, se hiciese realidad un íntimo deseo. El ¿cómo? y el ¿dónde?, si así se lo pedías a Dios, estoy seguro que Él lo concede a seres excepcionales y elegidos. Tú fuiste uno de ellos. Sí, ya sé, amigo, que la muerte, como nos enseña el poeta, nos lo dice Rabindranath Tagore, pertenece a la vida, como el nacer, pero es difícil, para nuestra razón terrenal aceptar la ausencia de las personas queridas. Hace más de dos mil años, recorriendo con su sabiduría el ágora de Atenas el viejo Sócrates, sin escritos en los que se reflejaran sus enseñanzas filosóficas y sólo con el magisterio de su palabra, enseñaba a jóvenes discípulos que acudían a él, anhelantes de conocer el camino de la Verdad. Si queréis conocer la Verdad.... ¡seguidme!, les instaba. Algunos de ellos, después, como su predilecto Platón, brillarían con luz propia, incluso hasta llegar a eclipsar la fama del insigne maestro. Hoy, amigo, atravesando poco a poco los fielatos de la memoria y abriéndome paso entre las brumas de tantos años transcurridos, me atrevo a rememorar y contarte vivencias de aquellos lejanos tiempos, guardados en el rincón del corazón en el que, para siempre, quedan almacenados los recuerdos más sinceros. Hace… ¡50 años!, amigo, Enero de 1959, coincidimos en aquella, para entonces, faraónica estructura hospitalaria de Madrid, el Gran Hospital de la Beneficencia General del Estado. Me recibiste, como un amigo, y junto a mí, a otros jóvenes, anhelantes de conocer la verdad de la vida y de la Cirugía. Allí, en aquel largo, intenso y crucial período de nuestras vidas, con tus gestos y con tus actitudes, también parecías decirnos: si queréis conocer la verdad… ¡seguidme!. Fuiste para nosotros, para mí, lo que en el lenguaje hospitalario de estos tiempos actuales se conoce como «el residente mayor». Allí coincidimos muchos jóvenes médicos y algunos, años después, brillarían con luz propia e intensa en la Cirugía Española (Enrique Moreno González, Pedro Serrano Sánchez…). Allí nos hablabas con nostalgia, con amor, con pasión… de tu tierra leonesa, de sus fueros, de sus reyes, de sus leyes, de sus gentes… recuerdos y nostalgias que como un indeleble tatuaje exhibías, y que con tanto cariño transmitías, escapándose a borbotones por todos los poros de tu alma. Allí nos hablabas de la vida, de todos los aspectos de la vida, y nos hablabas de aquella droga que para todos nosotros era la Cirugía, a la que empezábamos a asomarnos y que de modo casi obsesivo se había instalado en nuestro ser y ocupaba nuestros afanes. ¿Te acuerdas, amigo?. La fascinación que ejercías sobre todos aquellos aprendices de la verdad de la vida y de la verdad de la Cirugía, sólo con el magisterio de la palabra, la rescato ahora en estos recuerdos que ya amarillean en la memoria desde la lejana rinconada de nuestros inicios quirúrgicos. El mágico fluir de tus palabras, que como ríos invisibles iban calando en nuestro afecto y en nuestra formación… Tus opiniones de la vida y de la Cirugía, ansiosos de encontrar la respuesta verdadera a nuestras dudas y a nuestras inquietudes… Además, amigo, después, a lo largo de los años, siempre diste positivo en los test de la amistad, todas y cuantas veces tuviste que someterte a la prueba. Cuando te alejaste de las candilejas, de todas las candilejas (sociales, profesionales, políticas…) de tu dilatada vida pública, tu grandeza siempre te hizo asumir las nuevas situaciones con normalidad y con humildad. Atrás quedan ya, amigo, los días de vino y rosas, y ahora que ya han pasado los tiempos de los aplausos y las chirimías, es la hora de, en tu recuerdo, apurar el vaso de las lágrimas. Ya has pasado, amigo, por esa confrontación definitiva del hombre consigo mismo. Por el acontecimiento decisivo en la historia de todo hombre al que los filósofos existenciales definen como «un ser para la muerte», y ya ha finalizado para ti este campo de entrenamiento para la eternidad que es el mundo, como dice Frank Bockle. Y antes de alcanzar ese supremo momento ya has participado en toda su intensidad, cumpliéndose en ti, del pensamiento de Rainer M. Rilke: concede Señor, a cada cual, su propia muerte. El morir que emana de esa vida en la que el hombre ama, cumple su destino y sufre. Pero los que aquí quedamos, amigo, vemos que la vida va arrancando cruelmente de nosotros la sal que mantuvo y dio sabor a nuestro caminar, y, como mantiene Congard, «cuando la sal se vuelve insípida ya jamás podrá encontrarse nada que la vuelva a salar». Y ello, inexorablemente, va apoderándose de nosotros cuando vamos sufriendo los zarpazos de tantas ausencias que van quedando en el rincón del alma de nuestros afectos más preciados. No pude darte, amigo, mi último adiós, aunque sabes que te hubiera ofrecido hasta mi sangre, si hubiese sido preciso. Sólo he podido ofrecerte alguna rebelde lágrima y el susurro de una plegaria. El agradecimiento es, en esencia, la memoria del corazón, por tanto, gracias por tantas cosas, pero sobre todo, gracias por haberme permitido, durante tantos años, disfrutar del privilegio de tu amistad. Adiós, amigo. Nos veremos. Hasta entonces, un abrazo emocionado. Ángel Ballesteros Sahorí (León).