Diario de León

TRIBUNA

De justicia, montería y repulsión

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«UN BERMEJO y un Garzón, ojeadores y jauría, canana, rifle y zurrón, se vieron en montería y cruzaron opinión al calor de buen jamón y vinillo de mencía, sin saber que supondría ser motivo de atención, ni pensar que acarrearía del PP la indignación. Aunque en toda montería o arte de venación hay armada y vocería siendo la caza mayor -”por ser ello condición de una buena cacería-”, cobra grado superior la reciente acontecida, pues es tal su difusión, que ha llegado hasta Turquía y hay quien dice que al Japón. Han dicho los del PP -”enjambre de oposición-”, haciéndole el paripé a Rajoy, su jefe y guía, que el Bermejo y el Garzón, por ser ministro y ser juez, coincidir en cacería, aunque sólo sea una vez, es sin duda insensatez y hasta «obscena» fechoría. Si el Gobierno y la Justicia van de caza al alimón, sea menor o mayor, es infame tropelía que repugna a la razón. Los poderes del Estado, a buen leal entender, han de vivir separados como marido y mujer que estuviesen divorciados, no pudiéndose ni ver; y no en caza conchabados como el ministro y el juez. No sería de objeción el verlos de romería, novenario o procesión; mas verlos en comunión desde que esclarece el día hasta que se oculta el sol, disparando a discreción por tierras de Andalucía, huele a tongo, indiscreción o, sin duda, a anomalía, y por eso exigiría inmediata dimisión. Dice el ministro Bermejo, que cuando apunta o dispara a bicho astado o conejo, pone infalible la bala en medio del entrecejo, y a su ojo nadie iguala, incluso con catalejo. Para el ministro no es serio que rompan la relación cordial con su ministerio el grupo de oposición por cuestión tan peregrina, que es de humo una cortina de la propia división que tienen en su cocina. Y Garzón dice, a su vez, con sarcástica ironía a los chicos del PP por pasarse en demasía, recusándolo de juez en ese puré de espías que apesta como la hez: «Me causáis gran alegría, pues siento como elegía de mi legal proceder vuestra terca antipatía»».

Permítanme, estimados lectores, comenzar de esta manera ripiosa y jocosa, pero, ¿acaso es que este asunto merece mejor consideración? Los grupos mediáticos afines al Gobierno de la nación publican por filtración datos de la investigación sumarial sobre individuos corruptos, pertenecientes o allegados al principal partido de la oposición. Por otro lado, los medios afines a ese partido resaltan el pasatiempo cinegético de dos representantes de sendos poderes del Estado, para desviar la atención del asunto delictivo y reconducirlo contra ellos con imágenes que producen cierta repulsión. Están próximas unas elecciones y hay que ir a por los votos como el pobre a las migajas o el rico a las alhajas.

La simple denotación del encuentro de un par de altos funcionarios de la Justicia colaborando en la mengua de la cabaña de cérvidos se convierte connotativamente en un hecho repulsivo, pues tanto el juez Garzón como el ministro Bermejo aparecen en escena junto a cornamenta abatida, recién ejecutada. ¿Hubiera pasado a la historia y a las portadas el controvertido encuentro «una noche en la ópera», «un día en las carreras», romería o procesión que no sea la del «silencio»?

En tiempos remotos, la montería fue deporte que reemplazaba a la guerra en tiempo de paz, porque servía para robustecer el cuerpo, fortalecer el espíritu y distraer la mente; por lo tanto, conveniente a aquel que tuviese responsabilidades de gobierno. Así lo expresan unánimemente los prólogos de los diversos tratados de montería, desde Jenofonte hasta la época áurea de la montería hispánica, pasando por Alfonso XI, rey de León y Castilla, que escribió o redactó el tratado más antiguo escrito en castellano. Lejos de ser necesidad, para el rey, noble o gran señor, la caza era arte, técnica, ciencia, pasión y, esencial y primordialmente, juego o deporte. Y lo que fue ejercicio apasionado pasa a ser ya más pretexto para el compadreo y el trapicheo entre trepas, lameculos y potentados.

Habiendo leído los magníficos textos de Ortega y Gasset y Delibes en defensa de la caza, no obstante, la vista de sangre me produce siempre repulsión, sea caza mayor, menor o a la «fiesta nacional». Recuerdo de chaval, cuando pasaba los veranos en la aldea zamorana donde nació mi madre, que había allí un veterinario, don Feliciano, al que le gustaba pegar unos tiros de vez en cuando. Un día me invitó a acompañarle al campo. Llegados a unos matorrales, nos ocultamos detrás de un arbusto y, acto seguido, mientras yo permanecía inmóvil y en silencio, él comenzó a silbar imitando el sonido de la codorniz hembra. Al poco tiempo, alborozada y ansiosa, apareció una codorniz macho, ya con el instrumento enhiesto puesto en fiesta debajo del ala. Pero el macho se quedó desorientado y sin comprender cuando, en vez de la hembra, quien se le puso de frente fue don Feliciano con la escopeta. ¡Pum! Y era una vez una codorniz macho y su tesón incomprendido. Además del «hecho cinegético», aquella escena de codorniz sanguinolenta fue para una mente infantil como la mía la primera revelación del fácil y terrible tránsito entre la vida y la muerte.

Concluyamos como empezamos con la siguiente moraleja: «Si fuereis de montería, gentes de la progresía, debéis de estar separados, ministros y magistrados, para evitar la sospecha de que os habéis aliado en contra de la derecha».

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