Diario de León

TRIBUNA | antonio blanco mercadé

Si se calla el cerebro, calla la vida

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A MENUDO salen a la luz casos polémicos relacionados con el final de la vida, como el de la joven italiana Eluana Englaro, en estado vegetativo durante los últimos diecisiete años. Son situaciones que sobrepasan a la ciencia médica y plantean conflictos éticos, ante los cuales las opiniones que se adoptan suelen ser extremas, contrarias e irreconciliables. Desde posiciones inamovibles resulta muy complicado huir de la descalificación y del insulto para entrar en un diálogo sosegado, donde se puedan exponer y fundamentar razonablemente las opiniones propias, estando además dispuesto (y eso es todavía más difícil) a escuchar y a intentar comprender las razones del otro. El conocimiento y la reflexión sobre algunos conceptos médicos y bioéticos puede resultar útil en estos casos.

Los médicos no tenemos una preparación especial para decir qué es la vida y la muerte, pero sí es nuestra la responsabilidad de efectuar el diagnóstico de muerte, decir cómo se determina la vida y la muerte de un ser humano, cuáles son los criterios y las pruebas asociadas. El ser humano tiene dos muertes; en primer lugar, como animal vivo tiene una muerte vegetativa o animal, que en el orden médico consiste en el cese irreversible de las funciones vitales y se corresponde con el diagnóstico de muerte cardiopulmonar. En segundo lugar, como ser racional tiene una muerte humana, que en el orden médico consiste en el cese irreversible de las funciones intelectuales y se corresponde con el diagnóstico de muerte cerebral («si se calla el cerebro, calla la vida»). Ambas muertes no tienen por qué coincidir, más aún desde que se realizan maniobras de reanimación cardiopulmonar. En el año 1959 se describió el estado de «muerte del sistema nervioso» o «coma sobrepasado», en el cual se produce la pérdida total e irreversible de las funciones del cerebro, incluyendo funciones biológicas como la respiración y también la capacidad de conciencia. En 1968 se publicaron los «criterios de Harvard» para diagnosticar muerte cerebral. Este diagnóstico es universalmente aceptado, de lo contrario existirían gravísimos problemas en las unidades de enfermos críticos, colapsadas por «cuerpos vivos sin funciones cerebrales» conectados a máquinas, que desde hace más de cuarenta años se acepta que son «muertos con funciones corporales sostenidas» y se pueden desconectar, sin dar lugar a ningún conflicto ético.

Los casos de estado vegetativo no cumplen los criterios de muerte cardiopulmonar, ni tampoco todos los criterios de muerte cerebral, porque las funciones vegetativas y animales se mantienen sin la ayuda de máquinas. De hecho pueden abrir los ojos, dormir y despertar, su corazón late y respiran por sí mismos, aunque se tienen que mantener artificialmente algunas funciones vitales, como la nutrición o la hidratación. Están vivos, pero su corteza cerebral se perdió de modo irreversible y, por lo tanto, nunca más podrán volver a estar conscientes, ni a conocer ni a conocerse. Hasta aquí llega la ciencia médica, que nunca trabaja con certezas absolutas, sino con probabilidades, por eso puede haber excepciones. La corteza es la parte del cerebro donde radica aquello que caracteriza al ser humano: la razón y la conciencia de sí mismo, de sus semejantes y del mundo. Sin embargo, aunque la corteza esté muerta, la legislación no acepta en este momento el criterio de muerte cortical.

Así las cosas, considerando el estado actual del conocimiento médico, puede haber dos opiniones distintas para determinar la muerte humana. A un lado se sitúan quienes, aceptando la muerte cerebral, afirman que cuando lo que ha dejado de funcionar es sólo la corteza, se está ante un ser humano de pleno derecho. Al otro lado están los que entienden que el ser humano muere también cuando cesan de manera total e irreversible sus funciones intelectuales, aunque el resto del cerebro pueda mantener las funciones vegetativas y animales. A día de hoy no existen pruebas lo suficientemente eficaces para determinar que se cumplen los criterios de muerte cortical.

El diagnóstico de muerte tiene como única función médica permitir la retirada de todo tipo de soporte y cuidado, pero en el caso de Eluana la suspensión de la nutrición y de la hidratación, que llevó necesariamente a su muerte, no se justificó como la retirada de soporte a un muerto, sino como una limitación de esfuerzo terapéutico, entendiendo que la nutrición y la hidratación artificiales son tratamientos y medidas de soporte vital, como lo hubieran sido la respiración asistida, el trasplante de un órgano, la diálisis, la cirugía, las transfusiones o los antibióticos. El nudo gordiano consistió precisamente, desde el punto de vista judicial (no sólo ético), en la decisión de limitar el esfuerzo, rechazando la alimentación y la hidratación. Eluana era absolutamente incapaz de tomar ninguna decisión y en su lugar lo podían haber hecho los médicos, su familia o la justicia; pero, al parecer, decidió ella misma, al haber manifestado sus deseos previamente, cuando era capaz de hacerlo. Por eso los jueces autorizaron su desconexión y su muerte. En el análisis de casos como éste hay que tener en cuenta la libertad y la voluntad de decisión.

La medicina nos enseña que la vida existe al lado de la muerte. A lo largo de la vida se produce un continuo morir y nacer, una renovación molecular, celular y estructural del cuerpo humano. Además, todos tenemos la experiencia de que el cambio estructural de nuestro cuerpo se acompaña de un cambio psicológico e incluso de valores. El cambio biológico se acompaña del cambio biográfico. Por eso el poeta Ángel González escribió: «¿Cómo seré yo cuando no sea yo? Cuando el tiempo haya modificado mi estructura y mi cuerpo sea otro, otra mi sangre, otros mis ojos y otros mis cabellos. Pensaré en ti, tal vez-¦»

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