Diario de León

LA GAVETA | CÉSAR GAVELA

El pequeño reino

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CÉSAR GAVELA
León

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SE HABLA en estos días, una vez más y una vez menos, de Castilla y de León, de esa comunidad grande y más bien deslavazada y soriano-ancaresa. Es un tema eterno en León y lo seguirá siendo, muy probablemente tras la consumación de los siglos. Entonces, después del juicio final y de los postreros instantes del universo, sonará un remoto bulle-bulle de leoneses por las galaxias, trufadas sus frases y consignas por la ya evidente liquidación del ser y de la nada. En pleno «bing-bang» al revés. León y Castilla, ¿y ahora cómo lo ve usted? Lo diría así: la autonomía de Castilla y Le ón tiene sentido, aunque no mucho, porque lo tendría más Castilla por un lado y el reino de León por el otro. Ahora bien, la provincia de León sola tiene menos sentido que Castilla y León. Sólo en León ha tenido y tiene presencia política la idea autonómica separada de Castilla, pero, ¡ay! Sucede que la provincia de León no es el Reino de León. Sería como si el País Vasco sólo tuviera a Vizcaya. Y Guipúzcoa y Álava fuesen de Navarra. Es la dura realidad: zamoranos y salmantinos no parecen muy interesados en formar parte de una autonomía leonesa. Los zamoranos no sé si cambiarían de opinión, pero los salmantinos no es probable. Porque la provincia sureña es leonesa, pero también castellana y extremeña.

De modo que el asunto no parece tener remedio. Y pelear en pos de ese sueño del Reino de León se antoja quimérico. Aunque es verdad que molesta un poco que la Rioja y Cantabria, castellanas ellas, sean ahora autonomías uniprovinciales. León y Castilla están unidas por la historia y por la potente realidad física de la meseta del Duero. Ambas regiones fueron el motor de España. Pero lo que importa es el hoy, no si los reyes de León fueron tan formidables. Que lo fueron. Porque ellos acontecieron hace mil años y no parece lógico que, aparte de rendir homenaje a nuestros monarcas, vayamos a construir una autonomía uniprovincial mitificando aquel tiempo oscuro, cruel, teocrático, injusto y aburridísimo.

¿Por qué subsiste el claudicado propósito de León Sin Nadie? Sólo se entiende desde los intereses de determinados políticos. Ellos quieren una autonomía uniprovincial, y nada les importa que fuera poco menos que inviable económicamente. Tampoco lo será mucho Extremadura, visto lo visto, aducen, y a partir de ahí se desencadena la ensoñación: León sería capital regional, habría un Teatro Nacional Leonés, habría quince consejeros, de los que cinco serían bercianos por aquello de la cuota, y habría cincuenta directores generales y varios miles de burócratas. Habría empresas públicas autonómicas para colocar a los parientes y militantes de los partidos, y una Academia Lleunesa de la Lengua donde los filólogos más radicales tendrían un buen sueldo. Habría filandones en cada capital de comarca financiados por el Comisariado de Cultura, y un arzobispado en León. Habría un parlamento integrado por setenta y cinco diputados, cada uno de ellos con derecho a tener cuatro asesores, y habría un estatuto de autonomía para el Bierzo, algo cicatero, por cierto, y nadie sabe cómo se pagaría todo eso. Tal vez con los anuncios de la flamante Televisión Autonómica de León, cuyos brillantes profesionales ganarían sistemáticamente, año tras año, los micrófonos de oro. Para envidia del mundo, de España y de Castilla. Y, sin embargo, cada vez creo más en la autonomía leonesa de las tres provincias. Me parece un proyecto noble, justo y paulatinamente más querido por ese millón largo de ciudadanos ignorados que viven en esa especie de Portugal de bolsillo que es el Reino de León; en esa Extremadura norteña. Con Zamora de capital, que está en el centro y que sería aceptada por los salmantinos, y resignada por los leoneses.

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