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CRÉMER CONTRA CRÉMER | VICTORIANO CRÉMER

Los olvidados

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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AUNQUE las apariencias parezcan indicar lo contrario, los ancianitos, los viejitos, los asilados en alguna de esas Casas de Recogida de residuos humanos que tantísimo temblor pone en la sangre, lo cierto, lo evidente es que muy pocos o nadie se acuerda de su existir, de sus necesidades reales, de sus desacomodos.

Cuando el ser humano alcanza una de esas edades catastróficas que requieren cuando menos tres cifras para mantenerlas en el cuaderno de navegación comienza su difícil caminata hacia la nada, al no ser o ya para satisfacer a penitentes, el otro mundo, a la vida otra.

O sea que cuando el hombre o la mujer consiguen a fuerza de sacrificios, de tolerancias y de concesiones se siente estampillado en el Cuaderno de los supervivientes, empieza a sufrir una de las situaciones más crueles: la de la indiferencia, que no la suple el afecto profesional de la dama del Retiro ni la monjita, segura de su propia salvación, por el acto de entendimiento de aquel despojo humano que la sociedad arrojó en sus costas.

Un ser a los cien años comienza a convertirse en un «caso» de supervivencia al cual corresponde la admiración del vecino y la atención del familiar, siempre que el anciano no dé demasiado trabajo ni sea motivo de irritación.

Un centenario, salvo milagrerías que suelen producirse en algunos casos, es un artefacto inservible y lo mejor que se les ocurre a quienes están directamente comprometidos con su cuidado, es colocarles, lo más barato posible, en una de esas Pensiones comerciales para el cultivo del viejo hasta que la muerte le separe de la vida, colocándole al calor de la estufa del pensionado y si no se alcanza la debida influencia para acomodarle en una Casa de Caridad, municipal o nacional, habrá que confiar en que la providencia no sea tan cruel como para tenerle vivo y coleando durante demasiado tiempo, pues, según el filósofo, un muerto todavía es un vivo que no estorba.

Así que llega el último año de su función, el viejecito o la viejecita que ya no sirve ni para hacer la cama ni para peinarse la greña, pasa a convertirse en un objeto pintoresco del cual los dueños y señores del Refugio para vejestorios usan y abusan obligándoles con mayor o menor firmeza a que bailen, a que canten y a veces a que reciten a Calderón de la Barca: « Cuentan de un sabio que un día / tan pobre y mísero estaba»...

Y el viejecito, una vez cumplido este último trabajo, mediante el cual considera que ha pagado con creces su hospedaje, va quedándose cada vez más solo y más apergaminado y más silencioso.

Y los familiares que al principio solían visitar al recluido abuelo, acaban por olvidarse hasta del santo de su nombre y sólo cuando avisa Sor Remedios que su familiar ha decidido morir vuelven a ser recordados.

Después de este acto póstumo, el viejo muere todos los días en la memoria familiar. Es ya un olvidado. «Y es que no basta levantar al débil / hay que sostenerle después...» dijo el inglés Shakespeare, y dijo bien.

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