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Publicado por
JAVIER TOMÉ
León

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LLAMAMOS templos de la vanguardia a esos restaurantes donde sirven platos de última generación que entremezclan, en su justa medida, sensibilidad poética y pericia técnica. Una cocina de fusión, plural y cosmopolita, imaginada por gurús de los fogones como Ferrán Adrià o el británico Heston Blumenthal, propietario del local The fat duck , que ocupa la segunda posición en el top-ten mundial de extravagancias culinarias. Al bueno de Heston le corresponde el honor de haber creado delicias como la bullabesa de lechuzo y el caldo de gaviotas con pingaretes. Semejantes extravíos de la imaginación han pasado factura a su selecta clientela, pues docenas de parroquianos se sintieron fatal tras probar el menú de degustación, que cuesta casi 150 euros por barba, así que el restaurante tuvo que cerrar por envenenamiento masivo. Ahora, se trata de averiguar si el cianuro estaba en el delicioso chupa-chups de codorniz o bien en los callos vegetarianos.

Aunque el personal disfruta como un cerdito en su maizal al acudir a estos tabernáculos de la modernidad, confieso que yo siento cierto reparo ante experimentos de un calibre tan grueso. Llegas, por ejemplo, al último local de moda y así de repente, sin tiempo para negociar un armisticio, te sirven un jamón con tracción a las cuatro ruedas que te dobla. Y para acompañar el manjar, un revuelto de sapitos que rechazaría cualquier leproso de Calcuta. Por no cruzar la frontera de lo civilizado, te secas el sudor y engulles como puedes la butifarra. Pero cuando llegan a la mesa las albóndigas de pepino con orejas crujientes de conejo, se te cierra el mocho y lo mejor es salir por piernas antes de que aparezca el postre de leche eléctrica. Más que alimentos, parecen puñaladas traperas.

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