EL BAILE DEL AHORCADO | CRISTINA FANJUL
Sangre y leyenda
RESULTA que Letizia es descendiente de Fernando II y algún gen del Rey Juan Carlos proviene de la saga de Santo Toribio de Mogrovejo. Es lo que tiene la consanguinidad, que al final resulta que todos convenimos en la etiqueta simiesca de Anís del Mono, ya saben, esa que se ríe de la teoría del Darwin. El mundo se retuerce y ahora la sangre real está más barata que nunca; si es cierto que el universo se repliega sobre sí mismo y la relatividad funciona -”el antes y el ahora, el aquí y el acullá, hoy es siempre todavía, etc-” la excepcionalidad real tendría la descendencia más asegurada que la población china. Y es que en pleno siglo XXI, en una época de retorno a la postmodernidad, en la que el desencanto vuelve a ocupar la casa de al lado y en la que nos cubrimos con el manto de lo gore en una reedición cutre del romanticismo, parecen ser legión los que buscan la versión facilona de la eternidad a través de parentescos egregios que no hacen más que demostrar lo cerca del légamo que está su dignidad.
Lo malo no es que la Casa Real emparente con la nieta de un currante. Todos lo somos; currantes, digo. Lo peor es que son tan cursis que nos salen ahora con una investigación que trata de justificar una institución a través de la sangre. Porque, a pesar de que siempre hay palmeros que basan su disparidad en la de los demás, nadie puede ya pensar que la monarquía deba basarse en pasados faustos o en linajes más o menos sospechosos. Y es que si todos descendemos de la misma Eva, que ni se calzaba Peep toes ni retocaba su egregia faz con bisturí, ¿a qué cuento nos salen con que Letizia desciende de Fernando II? Cuidado, si buscas tu legitimidad en el pasado, puedes acabar convirtido en leyenda.