FRONTERIZOS | MIGUEL A. VARELA
Antonio
HACE un par de días, Antonio, se me ocurrió un verso. Nada del otro mundo, claro, pero de esos que no se van de la cabeza, como pidiendo crecer a gritos: «Por aquel entonces, nadie en la ciudad predicaba el fin del mundo». El asunto no pasó a mayores y recordé ese poema tuyo, escrito en prosa para ahorrar papel, que siempre me aborda a la hora de tomar un avión: «Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos». Tú bien sabes, Antonio, que así son las cosas de la literatura cuando las palabras se ponen tercas y no pasan de la ocurrencia. De ahí tu previsora paciencia recogiendo en servilletas de papel la frase captada al vuelo, la imagen entrevista al subir al autobús que luego, con tu gran olfato para ver una historia donde nadie veía más que una anécdota, pulías con pulcritud de joyero. Y todas esas joyas nos las has ido regalando, imponiendo sobre la mezquindad de la política literaria el tesón de hombre bueno perdidamente enamorado del oficio de escribir, ganando puestos en el escalafón de los académicos a base de enseñar sin zancadillas el producto honrado de tu inmenso talento, convirtiendo tus cuentos en obra clave de la narrativa hispánica y poniendo tus poemas por encima de cualquier torpe clasificación provinciana. Ahora, Antonio, nos dejas estremecidos y tristes. Ahora hay silencio en la alameda de Villafranca y en el otro lado del Burbia, en la Cábila de los humildes que conocen la música del hierro, el olor de la tierra mojada y tu voz azul de abuelo que sabe todos los cuentos. Ahora en la Ciudad de los Poetas, en la Comarca fronteriza, en el Noroeste de imaginación y niebla cuya cartografía ayudaste a dibujar, se enciende la luz de las bombillas que tu generosidad no regaló. Ahora tenemos la obligación de cumplir el encargo que dejaste escrito en tus versos: «Si yo no sabré mi muerte / digo que no moriré» . A esa labor nos ponemos, maestro.