TRIBUNA
¡Votad, votad, benditos!
JOSÉ LUIS GAVILANES LASOESCRITORNo es de extrañar que los políticos sientan en esos momentos de gloria, tras escrutinio más o menos exitoso, un deseo beatífico hacia sus votantes
CUANDO se aproximan unas elecciones, me viene siempre, además de las tarjetas censales, el recuerdo de aquella excelente película de Sidney Pollack, estrenada en 1969 y titulada «Bailad, bailad, malditos», que en su día recibió nueve nominaciones de la Academia. Con la gran depresión de 1929 como telón de fondo, un grupo de perdedores se apunta a un infernal maratón de baile. Hombres y mujeres danzan día y noche hasta la extenuación por unos miserables dólares para poder comer, al menos ese día.
Es claro que el recuerdo me viene a la mente por la incertidumbre depresiva de los tiempos que corren, y por la percepción constante a través de la vista y del oído del reclamo publicitario al calor de una convocatoria electoral. «Votad». «El voto os hace libres». «Ejerce tu derecho»... Pero en el caso de las elecciones, no se trata de un baile de perdedores, como en el de la película citada, sino de un festín de ganadores más o menos afortunados. Además de las listas del censo, papeletas, urnas, vocales de mesa, interventores, etcétera, todas las elecciones tienen generalmente otra común característica ritual: se dice que es una feria de la democracia con premios para todos. Salvo rarísimas excepciones representadas en alguna cara larga y afligida, no hay más que ver los rostros de los políticos a la finalización del escrutinio. Vense por doquier sonrisas anchas y rotundas como una apoteosis. Claro que hay categorías dentro del regocijo. La superior es de aquellos vencedores absolutos que consiguieron la mayoría de escaños en el Parlamento. En el segundo escalón están los que no vencieron, pero subieron en votos y en escaños con respecto a pasadas elecciones. En el tercero están los que habiendo obtenido menos votos que en los anteriores comicios, sin embargo están más contentos que unas castañuelas, porque habiéndoles pronosticado en las encuestas una bajada de seis escaños, sólo han bajado cinco. Incluso también hay reparto en la alegría para la organización política que ha quedado reducida a un miserable escaño. Como un buen partido para una boda, ese escaño es cortejado con sustanciosa dote, si decide en favor de una de las dos fuerzas mayoritarias que han quedado empatadas. Aquí el que no se contenta es porque no le da la gana. Por una puñado de votos de más o de menos te conviertes en faraón o gusano. Que se lo pregunten al señor Rajoy, tras los resultados de las últimas elecciones autonómicas en Galicia. Y si cambiamos de lugar, aliarse en votos con tu enemigo absoluto de las generales te da el poder en las autonómicas, como al señor López en el País Vasco. Al final, llegas a la conclusión de que esto de la democracia es una simple cuestión aritmética.
Nos gusta que nos amen, que nos quieran, que nos mimen, que nos escuchen, que nos envidien y, a veces, que nos miren; pero, que además nos voten, eso ya debe ser la monda, el acabóse o la repera. Por desgracia, salvo los votos obtenidos en mi comunidad de vecinos para silenciar al inquilino del séptimo ?que soplaba el saxo a altas horas de la noche en vísperas de Semana Santa?, no he experimentado nunca el síndrome del ganador en unas votaciones. Que miles y miles de personas le otorguen a uno su voto frente a otros adversarios, debe ser algo inefable, sublime, como un orgasmo sin cortacircuito. No es de extrañar que los políticos sientan en esos momentos de gloria, tras escrutinio más o menos exitoso, un deseo beatífico hacia sus votantes. Salvando los votos cautivos del clientelismo político (amigos, subvencionados, funcionarios, contratados, damnificados...), el éxtasis orgiástico impide a los políticos ser conscientes de que muchos de los benditos votantes lo hacen mecánicamente, como rutina. No ya sin ningún fervor ni entusiasmo ni siquiera convicción, sino incluso en inconsciente prevaricación, cuando el votante exclama inconsecuentemente: «¡Si son todos iguales!» «¡Otro vendrá que bueno te hará!»... Luego, si piensas que todos son iguales en su promesa mentirosa, ¿por qué les votas? ¿No te das cuenta que lo haces a sabiendas de que no van a cumplir lo prometido? Pongamos el siguiente ejemplo esclarecedor. Una manifestación en Madrid en favor de los estudios de religión reunió a 160.000 ciudadanos, según estimación del gobierno. Pero el convocante, principal partido de la oposición, estimó 1.600.000. Una diferencia tan abismal inclina a pensar, más que uno u otro esté en lo cierto o que se equivoque, que ambos mienten. Luego, un amplio sector del electorado vota a sabiendas de que le engañan. Por otro lado, se habla en todas las elecciones del «voto útil», que a mí, particularmente, me hace cosquillas en las ingles, pues a ciertas edades, ya un tanto venerables como la de un servidor, el único voto útil es el de castidad. A todo lo dicho hay que sumar la injusticia de las listas cerradas, que favorecen escandalosamente a los partidos mayoritarios alternantes en el poder y, en consecuencia, con la potestad de no modificar el sistema.
Esto de la proximidad de unas elecciones tiene otra característica que suele ser indecorosa, por no decir obscena. Se produce cuando la intención de voto según las encuestas es desfavorable. En este caso, el partido afectado se ve impulsado, para remontar, a prometer el oro y el moro, a tirar la casa por la ventana a sabiendas de que no podrá cumplir, a no ser tirándola por el sumidero. Pese a todo, se dice que hay que votar, aunque haya que taparse la nariz; que, del mal, el menos.
El cariz triunfalista del fenómeno electoral es inversamente proporcional a lo que les ocurre a los empresarios. En tiempo de vacas flacas, suelen estar como si no estuviesen, esto es, con el morro retorcido, porque la fortuna la perciben siempre como un premio insuficiente, incluso negativo. Si obtienen regularmente diez millones de beneficio anual, al tener irremediablemente que conformarse con cuatro, dicen haber perdido seis. Los empresarios que medraban a costa de la miseria y el hambre durante la depresión del 29 y montaban sus espectáculos sobre las pobres gentes que, para sobrevivir, bailaban y bailaban sin descanso, me recuerdan, insisto, a los partidos que en nuestro tiempo piden el voto basándose en las miserias que les acarrearía al votante si llegara al poder el partido opuesto. Para alcanzar el poder casi todo vale. Pues, hala, todos a votar, para luego regresar al humo dormido del hogar flotando en la suave placidez del deber cumplido, tal cual el sueño de un bendito.