El entierro de la sardina
El rincón | manuel alcántara
Las playas españolas, salvo deshonrosas excepciones, han sido declaradas aptas para el baño. Hay muchas, ya que la península ibérica tiene vocación de ínsula, y este verano va a haber «overbooking». Por desgracia, nuestros políticos, que siguen sin compartir sus propias opiniones, están empeñados en aguarnos la fiesta. Nos podemos meter en el mar, con garantía, pero lo que se va a poner más difícil es hacer la digestión. Empezaron con la batalla de los chiringuitos, esos castillos rasantes de la gastronomía popular, y ahora la han emprendido con las sardinas donde las lanzas se vuelven cañas en los espetos. Las sardinas de níquel y de sombra son el maná del estío. ¿Qué pasará si Costas prohíbe las zonas de espetos? Por mucho que suban de precio, las sardinas bajan el colesterol y sobre todo están buenísimas. Si no tuviéramos la superstición de juzgar a los alimentos por su precio o si hubiese menos, estarían justamente valoradas. Recuerdo a mi amigo Manolo Caracol, gran partidario, que se cabreaba cuando le servían una espléndida rueda de merluza y gritaba «¡esto es para enfermos!, ¡otra vez merluza! ¡con lo buenas que están las sardinas!».
El autor de la inmortal «Fisiología del gusto », el gran Brillat de Savarín, dice que había gente capaz de distinguir si el muslo de determinadas aves era del lado derecho o del izquierdo. Eso ya no es posible ni entre los políticos, pero tenía una explicación: ambas patas habían llevado una vida muy desigual hasta llegar a la cazuela: una la encogían y la otra soportaba todo el peso al dormir. Pues bien, hay comedores de espetos que distinguen el puesto que han ocupado al asarse. Cotizan más a la última y a la penúltima, que han heredado las gotas de grasa de las anteriores. Eso es cultura. Y con eso quieren acabar los que legislan a distancia.