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León

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Al trasluz | eduardo aguirre

Tiró a un contenedor de basura el brazo cercenado, montó al trabajador -inmigrante ilegal y sin contrato- en el coche, le abandonó en las inmediaciones del Hospital, ni siquiera en la puerta, tras espetarle: «No digas que fue trabajando». Vale, tampoco nosotros lo diremos, pues dicen que el trabajo dignifica. Para escribir esta columna como me pide el cuerpo tendría que saltarme el libro de estilo, estricto en cuanto a las expresiones malsonantes, y hay que dar ejemplo pues están a punto de llegar los compañeros de prácticas. Pero tengo un par de expresiones celanas, vamos a llamarlas así, en la punta de los dedos. Un sabio sentenció: «Cuando más conozco a los hombres, más quiero a mi perro». Dado lo acertado de la máxima, parece innegable que hablaba con conocimiento de causa, es decir, sobre casos similares al que nos ocupa.

No sería de extrañar que además le hubiese amonestado durante el trayecto por mancharle de sangre el asiento; discúlpeme el lector este escudo de ironía, como mecanismo de defensa contra la indignación, pues no pretendo desdramatizar. Hay días en que la condición humana da miedo. Lo sé, nada nuevo hay bajo este sol de junio, ni bajo la lluvia o el granizo de cualquier mes, todo lo referente al hombre y sus comportamientos es una vieja canción que viene sonando desde que el mundo es mundo, pero eso no debe impedirnos el escalofrío. Dicho amago de empresario panadero siguió después trabajando, como si nada. Primum vivere, deinde philosophare. No sería raro que el brazo amputado hiciese también su propia justicia, a mayores de los tribunales, y se le aparezca en los sueños, para convertírselos en terroríficos cuentos de Poe, más aún, que le persiga además durante la vigilia. Un brazo fantasma que sólo él pueda ver. Hasta el fin. Juntos.

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