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León

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El rincón | manuel alcántara

Ser viejo consiste en saber sustituir unas cosas que nos gustaban mucho por otras que nos repugnan bastante. En cualquier caso, aunque el refrán diga eso «del viejo el consejo», no hay que darle la lata a nadie, que para eso ya están los moralistas enlutados y los amateurs. Por una vez, que puede servir de precedente, quiero reprocharle a innumerables jóvenes el consumo indiscriminado, impetuoso y bárbaro de alcohol. El problema de adicción afecta a chicos de doce y trece años. Pero, ¿qué es eso?, ¿cómo se puede decir que lo único que se necesita para pasar una buena noche de sábado, o de cualquier otro día de la semana, es una botella apócrifa y unos cuantos porros? Estos muchachos lo que buscan es perder el norte como si no estuvieran suficientemente desnortados. Juntos y revueltos, tirados en las aceras, colman los hospitales en la madrugada. Cuando se es adolescente se tiene siempre una estrella en la mano. Y sobre todo se tiene tiempo para cambiarla por otra, si es un mala estrella. A esas edades el firmamento particular está lleno. ¿Cómo pueden confundir el hecho de tomarse una copa con unos amigos, mientras se conversa y se nota, pecho adentro, la expansión coronaria, con emborracharse en mitad de la calle? Es quizá pronto para que sepan que no hay que beber para olvidar, sino olvidar primero, y beber sosegadamente después. Pero no lo es para que sepan que están haciendo una idiotez y un atentado contra su organismo. Nunca llegarán a ser unos viejos y sabios bebedores si someten sus púberes hígados a ese tratamiento. Tampoco saben lo que se pierden, que además del tiempo es ese trayecto penúltimo de la vida donde hay que sustituir unas cosas por otras, pero que aún nos permite tomar un par de copitas con los amigos de tarde en tarde, o sea, todas las tardes.

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