Diario de León
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Al trasluz | eduardo aguirre

La gran arquitectura tiene el don de la mirada. La contemplamos y nos contempla. La coruñense Torre de Hércules acaba de ser declarada Patrimonio de la Humanidad, por la Unesco. Vanidad de vanidades, habrá pensado este faro romano, el más antiguo de la antigüedad aún en funcionamiento, pues otra característica de la gran arquitectura es que reflexiona y nos hace reflexionar. Su ojo de cíclope lleva casi 2.000 años vigilando, bajo distintas corazas, pero hasta una obra construida por un héroe mitológico tiene sus limitaciones, pues, ya sea en mar o en tierra firme, nuestro sino es naufragar, para después aferrarnos al madero, esquivando olas hambrientas y dragones marinos, hasta alcanzar la orilla. «Vivir no es necesario; navegar, sí», creían los fenicios. En plena crisis de la economía, aunque no sólo de ella, tan solemne reconocimiento se nos revela como una metáfora esperanzadora sobre nuestra actual deriva, pues nada nuevo hay bajo el sol, nada que no haya ocurrido ya antes, nada de lo que no hayamos salido. Los mismos mares, parecidos arrecifes, similares cantos de sirena. El faro de Hércules ha permanecido ahí, en el que se creía el fin del mundo, como una de esas dos o tres verdades cuyos destellos impiden al corazón humano extraviarse. Otra noticia confirma que el sarcófago de San Pablo, descubierto hace unos años, sí tiene en su interior restos óseos y una tela color púrpura, que podían ser los del evangelizador, quien vio la luz camino de Damasco. Si la Torre de Hércules es un faro hombre, San Pablo fue un hombre faro. Misteriosos son los mecanismos por los que las noticias crean en nosotros asociaciones de ideas. Faros hombre, hombres faro. Vigías inmortales. Siempre han estado, están y estarán ahí, guiándonos en la luminosa oscuridad del día-¦

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