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León

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Canto rodado | Ana gaitero

La libertad de expresión ha sido, tras el secuestro y la expulsión de Honduras de su presidente Manuel Zelaya, la primera víctima del golpe de Estado. En la radio suenan a todas horas regatton y música religiosa, en la tele sólo ofrecen telenovelas y si hay alguna tertulia no se habla de política, según cuentan las crónicas de los corresponsales internacionales. Los periodistas locales están amordazados y amenazados y algunos medios emiten en la clandestinidad.

Se vive en estado de sitio, aunque a la ciudadanía no se le ha dicho que sus derechos pueden ser recortados en cualquier momento por la policía. Lo llaman «sucesión constitucional» en un alarde eufemístico sin precedentes. Se dicta una orden de búsqueda y captura internacional contra el presidente depuesto, al que los mismos golpistas sacaron del país en pijama.

El episodio tiene todo el aspecto de un golpe estilo bananero. La oligarquía se ha confabulado contra un presidente que le salió «rana» por ponerse del lado de las personas más desfavorecidas y pretender hacer reformas sociales de calado profundo.

Al presidente se le acusa de convocar un referéndum ilegal, pero no le detuvieron para juzgarle por los supuestos dieciocho delitos que ahora le endosan. ¿Qué clase de legalidad ampara la violación de los Derechos Humanos y la usurpación del poder?

Es urgente que la comunidad internacional se una en torno a un cerco que ahogue a los golpistas. Y urge también una reflexión sobre la calidad de la democracia que se vive en países donde los poderosos económica y militarmente tienen capacidad para juzgar en qué momento vale o no vale un presidente y su gobierno.

La situación ha sacado a la calle en Tegucigalpa a detractores y partidarios del presidente destituído, lo que incrementa el riesgo de que el episodio acabe en un baño de sangre. Y ya se sabe quién la derramará.

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