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León

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La gaveta | césar gavela

Se nos están yendo los padres más libres. Los escritores únicos, de vida larga y difícil. Diferente. Vida donde hubo cárcel o pueblo pequeño, tienda u orfandad; vida de los que no tuvieron tanta suerte.

Antonio Pereira y Victoriano Crémer tenían el aura de la libertad. Porque cuando niños o adolescentes conocieron la democracia, la vida digna. En una patria pobre, pero donde lo político sucedía, básicamente, en lo legítimo. Ellos se educaron en un país decente. En la Restauración en el caso de Crémer; en la República en el de Pereira.

Esa luz democrática marca la vida. Y quienes nacimos bajo la abyección de Franco, tuvimos menos suerte. Porque los años cruciales los vivimos en una sociedad envilecida, injusta y oscurantista. Donde la política estaba secuestrada por una panda de esbirros. Unos eran broncos y declinantes falangistas. Otros, los más, eran cínicos y meapilas. Y no menos implacables.

Crémer y Pereira, que se han ido este año, eran dos hombres extraordinarios, dos ancianos muy jóvenes, dos personas que no jugaron a las cucañas ni a las tretas, a los interesados y recíprocos bombos. Dos escritores independientes. Que escribían lo que pensaban, lo que sentían. Con delicadeza, con tino, sin bajar nunca la guardia de la verdad. Dos personas civiles; que siempre pertenecieron a la sociedad y no al poder. Dos hombres soberanos que no callaban por no perjudicar astutas perspectivas. Ellos no vivieron la literatura como una carrera, sino como una libre y gozosa emanación de su talento.

Crémer siempre quiso estar en León; Pereira lo hizo en buena medida. Esa condición provinciana es admirable, pero no excepcional. Porque muy cerca, desde Valladolid, Miguel Delibes, el autor español vivo más relevante, ha construido su vida y su obra.

En estos días celebramos el centenario del nacimiento de otro escritor, el uruguayo Juan Carlos Onetti. Fue un gran narrador, pero mucho menos conocido que otros ilustres colegas suyos, más mediáticos, como García Márquez o Vargas Llosa. Onetti vivió en el silencio, en la libertad humilde. Tuvo una existencia secreta, solitaria, pero de la máxima intensidad en lo que más cuenta: en la experiencia literaria y en la amorosa.

Onetti se instaló en Madrid en 1974, acosado por los dictadores del Uruguay, su país. Aquí pasó veinte años, muchos de ellos en la cama, leyendo y escribiendo. Recibía a los amigos, vivía como un señor de tantos. Un día de 1990 le dijo al periodista Ramón Chao: -œYo nunca quise llegar a ser escritor; yo lo que quise siempre es llegar a escribir-.

Esa frase resume su trato con la literatura; también su vida. Su camino. No hace falta concretar más. Onetti quiso siempre llegar a escribir. Llegar a ser profundamente él. Buscar siempre esa luz o a esa sombra que solo la libertad confiere. Hace un año me dijo Pereira que era más feliz que nunca, escribiendo. Crémer era muy feliz también en ello; lo decía. El gozo de escribir, la necesidad de cumplirse así. Crémer y Pereira no quisieron ser escritores, quisieron escribir. Por eso su obra es literatura siempre. Incontaminada de cálculos y ruegos, de oficiales ambiciones. Son un ejemplo luminoso; fueron lo que hay que ser. Y Onetti.

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