Diario de León
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Fronterizos | MIGUEL á. varela

Aprincipios de los ochenta, con la consolidación de las primeras corporaciones municipales democráticas en medio siglo, los ayuntamientos emprendieron la carrera de los grandes conciertos veraniegos en un sistema de competencia extrema -”cada uno debía ofrecer más que el del pueblo de al lado-”, grandes cantidades de dinero público -”lo hubiera o no-” y ausencia de un criterio sostenible de relación entre coste y precio. Fueron los años del gratis total y de una falsa «cultura popular»: nada es gratis y lo que no se cobra en el precio de la entrada al final lo pagamos entre todos los ciudadanos, hayamos disfrutado o no del evento, y bajo el disfraz de lo popular se han escondido siempre grandes dosis de populismo y oportunismo. El sistema tuvo varios efectos perversos: los cachés de los artistas se dispararon hasta extremos disparatados, ignorados por el gran público, que nada tenían que ver con el propio mercado; la iniciativa privada, que debía jugarse sus dineros en un negocio como otro cualquiera, sencillamente desapareció ante la poderosa competencia desleal pública y el amateurismo político condenó al ostracismo a las ofertas musicales menos convencionales, con mayor nivel de riesgo artístico o potencialmente capacitada para generar un público más formado, primando lo que a la industria le interesaba colocar en cada momento. Lejos de corregirse, el sistema se ha mantenido hasta ayer mismo y como las grandes estrellas no abundan se han buscado fórmulas de cierto éxito como el revival nostálgico o la figura prefabricada de temporada, fácil de usar y tirar. Ahora aparecen noticias alarmantes sobre la reducción de «bolos» veraniegos ante las dificultades económicas de los ayuntamientos, que castigan a un sector volcado al directo tras la práctica desaparición del mercado del disco. Es el estallido de otra burbuja en el cual las responsabilidades están muy repartidas.

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