TRIBUNA | ILIA GALÁN
Depilado o mutilado
Don Tiburcio, tradicional hombre del pueblo, estaba admirado o tal vez espantado ante la operación estética de su mujer. No era ya un simple cambiarse de color los pelos, una transformación en sus caprichosas formas, pues su querida consorte mutaba convirtiéndose exteriormente en varias personas, no sólo por el vestido, sino por los rizos, el pelo liso, el moño, las pinturas que con habilidad o sin ella desplegaba como Picasso sobre su rostro. Él ya se había acostumbrado a tales cambios, unos le gustaban más, otros menos.
Era como ser marido de varias mujeres a la vez, en lo exterior, siendo la suya en lo interior. Esto era hermoso y excitante, decía alguna que otra vez, con cierto orgullo desplegado como un destartalado abanico que apenas da aire pero hace algo de ruido. Pero lo último no se atrevía a decirlo. Sólo lo confesó, después de muchas vueltas, una noche de cierta ebriedad a su mejor amigo, como un secreto de confesión que, sin embargo, impíamente, se divulgó por todo el pueblo. Doña Rosalía malgastaba lo que la buena fortuna y los trabajos de éxito habían llevado a casa. Se había cambiado los pechos, renovados con siliconas, mutado un poquito los labios y aun pensaba transformarse la nariz, aunque eso le daba miedo. Llegaba el verano y pensaba pasar sus horas de rigor tostándose ante el siempre atroz sol hispánico a fin de lograr el color que los inmigrantes mestizos a los que tristemente desdeñaba traen de forma natural y alegre. Pero, siguiendo las directrices de nuestra mediterránea cultura, no podía ir con axilas y piernas vellosas a exponerse ante la mirada pública. Tales pelambres, naturalísimas, sólo son bien vistas entre los bárbaros pueblos del norte, se decía, pero ella no era alemana, ¡qué caramba! La máquina había continuado por las zonas más íntimas y, siguiendo, siguiendo, se había dejado en el pubis el mismo bigote de Hitler, para que nada se le viera por fuera, como las fulanas del cine pornográfico.
Su asesora estética, la que se llevaba buena parte de sus caudales, le había dicho que esa era la moda venidera, y hasta le había enseñado sus intimidades, aquí ya casi sin el vello que Dios tan bien puso en buen lugar a la mujer, porque apenas asomaba un tímido bigote muy fino, de estilo fascista. Al llegar a casa, don Tiburcio se llevó un gran disgusto pues, por un lado, al estrechar la franja oscura, aumentaban las carnes a ambos lados y ella parecía más gruesa, sin serlo. Por otro, porque no le gustaba esa miniatura de sexo, a la que además habían contribuido con su dinero. Lo peor vino cuando ella le dijo que no había sido idea suya, sino de la que manejaba el láser, pues casi sin preguntar había operado allí, en el sagrario femenino, dejando su huella mutiladora para siempre. Don Tiburcio protestó, pues esa noche se le bajó y no pudo, sintiéndose engañado por su mujer ante una tecnología tan feroz que ni recuerdos dejaba de su hembra. Fue a gritarle a la depiladora pues para tales tareas debían que consultar a los afectados. Sí, el cuerpo era suyo, pero no había tenido ninguna consideración con quien más lo ama y desea, sus criterios nada contaban. No hay amor si no miras por los demás.
Él quería que le devolviesen a su mujer y no la dejasen niña, sin cabellos abajo, porque nunca había sido ni quería ser un pederasta, ¡qué demonio! Las lágrimas no hicieron crecer de nuevo la naturaleza en su lugar, después de regarla, pues hay operaciones que se pagan y sus deudas se arrastran toda la vida, como una larga cadena. Tendría que acostumbrarse o darse por perdido, con la mujer cambiada, esta vez sin su consentimiento. Había llegado su triste madurez, abajo y desnuda, raquítica, la libido.
Las jovencitas también caían en esa trampa, pinchándose molestos abalorios en los más improcedentes lugares, tatuándose manchas para siempre, depilándose, «mutilándose» partes de su ser por un voluble pensamiento pasajero del que luego, con los años, tal vez se arrepentirían sin remedio. Lloró don Tiburcio y desde entonces le mudó el rostro y lo sigue llevando torcido todavía. Todavía hoy, cuando su mujer va a la piscina, muchos miran al triángulo donde imaginan, terrible, el vacío, triste hueco de una feminidad extinta.