Diario de León
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Fronterizos | miguel A. varela

El caso es real, en la medida en que puede ser real un caso en un país de disparate como el nuestro. Hace cerca de veinte años, una pequeña empresa recibe de un ayuntamiento el encargo de construir una infraestuctura cultural. La obra se certifica y entrega en tiempo y forma pero pasa un periodo prudencial y el contratante no abona las facturas pendientes. Aunque sin cambio de siglas, llega una nueva corporación que se encuentra con la herencia, a cuya resolución va dando largas a la vez que crea sus propios marrones. En el amplio periodo en el que el nuevo alcalde gobierna, el constructor intenta llegar inútilmente a un acuerdo de pago hasta que el ayuntamiento en cuestión cambia de manos y de signo político. La situación económica que se encuentra el nuevo gobernante es de quiebra técnica, con facturas pendientes acumuladas por todos los rincones, entre ellas las de la remota infraestructura, que ya necesita una reforma. El anterior alcalde insta al acreedor para que, ahora sí, presione al nuevo gobernante para liquidar la deuda pero el mandato acaba sin que así sea y al sillón presidencial -milagros del sistema- acaba volviendo a sus manos. Al constructor se le acaba su benedictina paciencia y, por vía judicial, consigue que el propio alcalde se convierta en responsable penal del kafkiano caso. Ahora, casi dos décadas después, ha conseguido que el ayuntamiento vaya pagando la deuda en cómodas mensualidad a modo de plan de pensiones mal financiado. Con un poco de suerte, cuando el edificio se venga abajo, el coste de su contrucciónn habrá sido liquidado definitivamente. Aunque suene a excepción, casos como éste son la norma en toda la administración. Las consecuencias no se notaban en exceso cuando nos decían que éramos ricos y los bancos financiaban cualquier capricho. Ahora ha sonado el sálvese quien pueda, en el naufragio no hay chalecos para todos y alguien tendrá que perdir explicaciones a los capitanes del barco.

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